martes, 16 de marzo de 2004

Los riesgos de Munich

En Septiembre de 1938 tuvieron lugar los acuerdos de Munich, una etapa decisiva en el programa de expansión de la Alemania nazi, en la medida que implicaron la desmembración de Checoslovaquia con la aquiescencia de los países democráticos, singularmente Francia e Inglaterra. Paradójicamente, Chamberlain y Daladier, primeros ministros de dichos Estados, fueron recibidos en sus países como auténticos héroes populares. Se entendía que la cesión de los “Sudetes” serviría para calmar la voracidad de los nazis.

Se trató de un inmenso error, formaba parte de una política, la denominada de “apaciguamiento”, basada en la esperanza de que llegaría un punto en que los alemanes se considerasen satisfechos en sus reivindicaciones de espacio vital, posibilitando la paz y la coexistencia con los regímenes democráticos. La anexión de Austria, la Anschluss, y el abandono del pueblo español en su guerra civil constituyeron trágicos episodios de esa política. De hecho, como advirtió Winston Churchill, “la partición de Checoslovaquia equivalió a una capitulación total de las democracias occidentales ante la amenaza totalitaria…Creer que uno puede obtener seguridad lanzando un pequeño Estado a los lobos constituye una ilusión fatal”.

De hecho, la invasión de Polonia en septiembre de 1939 puso de relieve que no era posible ceder más pues los totalitarios no harían más que interpretarlo como cobardía y claudicación. Y comenzó una Guerra Mundial que se hubiera podido evitar de haber reaccionado con anterioridad. Es la eterna historia del chantaje que se vale del miedo y la angustia de los amenazados para seguir arrancando ventajas. Los terroristas lo saben perfectamente y no sería la primera vez que el uso persistente de la violencia hubiese servido para desmoronar la resistencia de un pueblo, o para llegar a pactos que implicasen su reconocimiento. Y el IRA irlandés, en el fondo, no es más que uno de muchos ejemplos.

Lo anterior es preciso analizarlo a las veinticuatro horas del resultado electoral. La política de Aznar en relación con Irak pudo ser la consecuencia de una simple frivolidad, no es seguro pero ciertamente es posible. Y su derrota, el castigo resultante de un hecho de guerra, la brutal reacción del integrismo islámico, que un político responsable debió siempre tener en cuenta. Aun siendo así, los primeros pasos que el gobierno socialista pueda adoptar en relación con Irak deberán medirse con una enorme prudencia pues cualquier cosa que se haga no dejará de tener importantes efectos.

No es posible dar la impresión de que las bombas ponen de rodillas a un pueblo. Sería el mejor triunfo de los fanáticos. Osama Ben Laden podrá ser un energúmeno, pero desde luego es muy inteligente. Si llegase a la conclusión de que basta con sumirnos en el terror para que cambiemos de política, ¿qué garantías tenemos de que en el futuro, cuando le sea necesario, no volverá a actuar de la misma manera? Si los electores han considerado que la guerra de Irak fue inmoral, el nuevo Gobierno habrá de tenerlo en cuenta efectivamente. Pero lo que nunca será recomendable hacer es que sus próximos actos puedan interpretarse pura y simplemente como una claudicación.










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