¿Será Irak un nuevo Vietnam? La propaganda americana ha dicho siempre que los Estados Unidos son el único país que nunca ha perdido una guerra. Los escépticos matizarían enseguida que hay una que tampoco ganaron, la de Vietnam. De hecho, la entrada en Saigón, en 1975, de las tropas del Vietcong no puede analizarse en la práctica más que como la caída de la ficha del dominó que desde 1954, año del desastre francés en Dien Bien Phu, habían querido mantener. Desde el punto de vista estratégico, el triunfo revolucionario en la antigua Cochinchina podía arrastrar a Laos y Camboya para luego extenderse por toda Asia. El tiempo ha demostrado lo erróneo de tal apreciación pero lo indudable es que el esfuerzo militar estadounidense había tenido un único objetivo: evitar la expansión del comunismo.
Se trataba de un problema político, en tanto que lo que está en juego en Irak es de naturaleza cultural. Los contendientes, entonces, por mucho que estuvieran a favor o en contra de Hô Chi Minh, pertenecían al mismo universo mental, el occidental. El pensamiento marxista leninista estaba inserto dentro de unas claves que encuentran su inicio en la vida de la polis griega: racionalidad, confianza en la ciencia y en el progreso, creencia en el sentido de la vida temporal, posibilidad de transformar la naturaleza...Todavía en los años sesenta y setenta del siglo pasado las élites de los países subdesarrollados se habían formado en universidades europeas, y estaban imbuidos de sus valores. En el fondo, la guerra de Vietnam fue también la nuestra de tal manera que el triunfo de Hanoi fue sentido como propio por los estudiantes de Nanterre, Madrid o el mismo San Francisco.
El problema ahora es completamente distinto, una parte importante del pueblo árabe siente auténtico odio hacia Occidente. Desde luego, tiene motivos de peso: la político de ojo por ojo israelí, la prepotencia norteamericana al embarcarse en la destrucción de un país partiendo de datos que se han revelado falsos, o su doble rasero al pretenderse legitimada por la defensa de la libertad o de los derechos humanos, despreciando, al mismo tiempo cuando le interesa, las mínimas garantías de defensa. Desde un punto de vista moral, la legitimidad de la resistencia palestina o iraquí parece indudable. El problema radica en las consecuencias de su victoria. Las cosas han llegado a un punto en que para muchos musulmanes no existe ya otro objetivo que el de destruir nuestro mundo.
Sería suicida no constatar que, en el conflicto iraquí, las justificaciones intelectuales y los intentos de legitimación jurídica han dejado de existir o han pasado a un plano bastante secundario. Solamente desde la ingenuidad puede creerse que la retirada de las tropas norteamericanas supondría exclusivamente el restablecimiento de la integridad territorial de un país y la búsqueda de compensaciones económicas por los daños ocasionados. Eso es lo que ocurrió en Vietnam, pero desde luego no ahora. Lo que representa Osama Bin Laden permanece oculto en las montañas de Pakistán y se extiende, como sabemos, hasta los suburbios de Casablanca. Además, y a la manera de los bárbaros de Roma, están también entre nosotros “dormidos” en una masa de inmigrantes que no hemos sabido integrar ni canalizar.
¿Qué hacemos? Nuestra civilización tiene defectos es evidente, y parece haber llegado a los límites de la decadencia. Pero reposa sobre conceptos como la belleza, la libertad, la justicia e igualdad que hemos perseguido prácticamente desde toda la eternidad. Sería absurdo que no lo tuviéramos en cuenta. Ciertamente, es difícil oponerse a lo que los científicos llaman las corrientes subterráneas de la historia que pueden habernos ya sentenciado. A lo mejor, ya es tarde para reaccionar...Si así fuese, habría que pedir que nuestra salida de la historia tenga lugar con un mínimo de dignidad. Y, a tenor de las indignantes fotografías relativas al tratamiento de los prisioneros en Abu Ghraib, no parece muy fácil que lo vayamos a conseguir.
La idea de Occidente surgió sobre la base de que el hombre tenía derecho a la felicidad y, a través de un esfuerzo de siglos plagado de lucha y revoluciones, parecía que estábamos en camino de conseguirla. Pero existen unos límites situados en la bondad, en el respeto profundo al valor de absolutamente todos los seres humanos y su libertad. El sadismo y la gratuita crueldad no son más que una manifestación de las sociedades enfermas, condenadas irremediablemente a la decadencia y por las que, a lo mejor, no merece la pena luchar.
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