Pierre Bessand-Massenet con brillantez describió el jacobinismo como “un germen de intolerancia, propio de la naturaleza de ciertos individuos, una voluntad de dominación y de inquisición moral tanto como política, una suerte de inflexibilidad humana elevada al rango de virtud…”. Nada más peligroso para la historia de Occidente que la unión de jacobinismo e inquisición. La obsesión por la perfección siempre se ha resuelto llevando a la gente al cadalso o a la guillotina, al fin y al cabo lo mismo da. Si estás completamente seguro de tus convicciones, y no tienes suficiente generosidad, terminarás buscando papistas, herejes o comunistas por todas partes. En España, “país clásico de las hogueras”, los parlamentarios se han convertido en nuevas víctimas propiciatorias, son culpables de todo cuando, en mi opinión, su única responsabilidad es la ser un poco más tontos de lo normal, lo que no constituye ningún delito, al menos hasta ahora.
Es evidente que nuestros parlamentarios, los del Estado y los de las Comunidades Autónomas, no destacan por su sabiduría, la física cuántica no es una de sus especialidades. Cierto también que han perdido la aureola de respeto y carisma que constituía una de las notas características de su función, al menos en países serios. Sin embargo, el clima de sospecha al que están sujetos no deja de ser la más clara manifestación del fracaso de la misma sociedad. Si no confías en quienes te representan pones en cuestión el sistema democrático, pues entonces ¿en qué creerás? Es posible ciertamente que los militantes del Partido Socialista, Partido Popular e Izquierda Unida no sean un ejemplo de profundidad intelectual, tampoco de seriedad, pero si sistemáticamente votamos a unos u a otros es que estamos enfermos o somos tontos, y no se sabe lo que es peor.
En mi opinión, la causa de su descrédito radica en parte en los propios diputados pero, mucho más, en la ciudadanía. Oscar Wilde con irónica genialidad se atrevió a decir: “Antiguamente, existía el potro del tormento. Ahora, existe la opinión pública, lo que no deja de ser una mejora. Pero, aun así, es cosa mala e injusta”. Y eso que no conoció a la española, indudablemente se hubiera desmayado de horror. La realidad es que somos tan ruines que no buscamos otra cosa que la corruptibilidad, y las actitudes policíacas juegan siempre con ventaja: la vigilancia sistemática encuentra indefectiblemente motivo de escándalo y pecado. Como en mi lejana juventud fui encarcelado, los delatores no me inspiran ninguna simpatía.
Es verdad, nuestros diputados son mantas, pero mucho más lo es la sociedad a la que quieren representar. Si los ciudadanos fueran un ejemplo de virtud, honradez e inteligencia, ¿cómo votan a gente tan inmoral? Por una razón, a la que en su momento se refirió Ortega, porque la inmoralidad está en la sociedad española, que se defiende proyectando sus culpas sobre los demás. Si no se lo creen, ¿por qué no leen a Sigmund Freud?
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