Aunque se les haya acusado de cinismo, a veces con razón, y de simple propaganda, los Estados Unidos han caracterizado su política internacional desde finales de la segunda guerra mundial por la defensa de los regímenes democráticos. Combatieron el comunismo bajo el pretexto de la libertad, y ahora se enfrentan a los integristas, caso de Irán, defendiendo las elecciones y la eliminación del autoritarismo. ¿No será un tremendo error? Hoy por hoy, un auténtico sistema parlamentario en Pakistán daría el poder casi con absoluta seguridad a los talibanes. Y lo mismo podría afirmarse de Egipto o hasta, sería posible, de mi patria chica, Marruecos. La democracia no puede constituir un fin en sí misma, los nazis llegaron al poder porque así lo quisieron los alemanes.
La verdad es que los occidentales damos la impresión de estar presos de una contradicción: presumimos de demócratas, pero cuando no nos interesa, si triunfan legítimamente nuestros enemigos, entonces nos echamos atrás. Personalmente, quizá por mi pasado comunista, asumo sin pudor la dictadura de una libertad, diría mejor de unos valores, que debe imponerse a sus enemigos. Una actitud de esta clase no constituye, por otra parte, ninguna novedad, se encuentra reflejada en el artículo 30 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Nada en la presente Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiera derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona para realizar actividades tendentes a la supresión de las libertades proclamadas en la misma”.
Es un reflejo del dogma jacobino, tan querido a Saint Just, según el cual no “hay libertad para los enemigos de la libertad” Y, en el fondo, cuando los bárbaros se sienten tan cerca, no puedo por menos que pensar que Occidente es el producto de una sensibilidad cultivada durante siglos: la tolerancia, el respeto religioso, el amor al arte y a los libros, la compasión, la lucha por la dignidad de la mujer y las minoría perseguidas…Todo esto somos nosotros, y también la aceptación de la voluntad del pueblo, pero desgraciamente se ha equivocado tantas veces que, puestos en la disyuntiva, prefiero sacrificar a la mayoría con tal de que los valores puedan mantenerse.
Una de las características señaladas de la civilización ha sido siempre la duda, pues la madurez implica capacidad para ponerse en lugar del otro. Desgraciadamente, en la inmensa mayoría de las ocasiones, los seres que dudan demasiado suelen ser desbordados por los intolerantes. Una persona honesta debe compartir las ilusiones de cambio de los tunecinos, pero el miedo es real y legítimo.
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