Somos herederos de un mundo de ilusiones que arranca en el siglo XVIII, y que aspiraba a conseguir la erradicación de las tinieblas. “Con el martillo y el cincel hemos construido catedrales, con el martillo y el cincel nos haremos constructores de hombres”, afirmaron los masones especulativos a partir de las Constituciones de Anderson en 1723. Pretendieron la creación de un hombre nuevo, cimentado sobre la estricta racionalidad. La época de las catedrales de piedra habría concluido ya, era el momento de que el Gran Arquitecto del Universo se preocupase de edificar otro templo, el de una sociedad destinada a realizar los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. El ser humano estaría en condiciones de protagonizar un inmenso salto sobre el vacío siempre que se le proporcionara, a la manera de Goethe, luz y más luz, pues era su alma, su inteligencia, sobre la que había que trabajar.
Y, efectivamente, a todo lo largo de los siglos XIX y XX, la técnica ha transformado el mundo, lo ha hecho saltar en pedazos mediante un nuevo proceso de creación, basado en la utilización del método cartesiano, que es tanto como decir de la ciencia y la información. El futuro era nuestro, la historia parecía linealmente encaminada hacia el progreso, que implicaba la liberación de las irresistibles fuerzas de la naturaleza, así como de la miseria y la enfermedad. Al final del camino, como es bien conocido, la decepción se impuso: la Razón no condujo más que al “holocausto”, al totalitarismo igualitario soviético y a Chernobil. Bien; cabría pensar que la cuestión radica simplemente en ser más modestos: nada nos podrá traer el Paraíso, pero la combinación de racionalidad y prudencia podría permitirnos vivir sin demasiados sobresaltos. Las cosas parecen, sin embargo, más complicadas al menos en España.
La prensa nos ha comunicado que un militante de un partido regional ha afirmado, sin muestra alguna de pudor, que el dirigente de una formación rival “tenía problemas de bragueta”, lo que estaría condicionado su actuación; parece una broma pero no lo es, véase la edición de El Mundo de hace pocos días. ¡Vaya por Diós! tal género de problemas era hasta ahora desconocido en las esferas de la alta política, debe de tratarse de una peculiaridad española. La verdad es que la cuestión me ha inquietado en un terreno estrictamente intelectual porque si, como decían los hegelianos, la historia implica el paulátino desenvolvimiento de la oscuridad hacia la luz, ¿cómo calificamos este nuevo fenómeno, que parece capaz de condicionar las relaciones entre gobierno y oposición?
Ciertamente, los franceses, eran más finos, aconsejaban “cherchez la femme” a la hora de averiguar la causa última de los actos; pero cuando se trata de nuestra insípida política resulta más bien tonto e innecesario.
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