Hace cerca de cuatro mil años, en un papiro del Imperio Nuevo (conocido como Chester Beaty IV) podía leerse esta conmovedora frase: “el hombre perece, su cuerpo se vuelve polvo, todos sus semejantes vuelven a la tierra; pero el libro hará que su recuerdo sea transmitido de boca en boca”. No bastaba con la momificación, la historia y los sucesivos expolios de las tumbas reales habían convertido en escépticos a los egipcios. Con angustia, se daban cuenta que los hombres pasaban “y sus nombres eran olvidados, si los escritos no perpetuaban su memoria”. La única esperanza de encontrar la inmortalidad radicaría en que en el devenir de los siglos se siguiera hablando de ti, para eso era necesario narrar la propia vida o que otros lo hicieran.
“Escribe para que no se lo lleve el viento” nos aconseja actualmente Isabel Allende, lo que no puedes contar desaparece para siempre. De hecho, millones de personas en el mundo le están haciendo caso, y los diarios autofinanciados, con destino a familiares y amigos, proliferan por todos lados. Somos tan tremendamente ingenuos y tiernos que aspiramos a vivir para la eternidad. En el fondo se trata de una esperanza bien vana; aunque llegáramos a protagonizar una revolución política y cultural del alcance de la de Akenatón, dentro de diez mil años no quedará absolutamente nada. Y si algo queda, no podrá reflejar la esencia de cada alma, ni nuestra profunda debilidad personal.
Además, ¿qué podemos realmente transmitir? Hay que ser muy optimista para creer que somos capaces de legar algo a la posteridad. George Steiner, cuyas “Diez posibles razones para la tristeza del pensamiento” recomiendo vivamente, alude a la máxima de Heidegger según la cual los grandes pensadores sólo han tenido un argumento, que exponen y reiteran en todas sus obras. De hecho, el propio Einstein afirmaba que en su vida no había desarrollado estrictamente hablando más que dos ideas, que habría expresado en forma distinta al formular sus principios. Con razón, se dice que los estudiantes de Harvard, cuando realizan el doctorado, ruegan por tener una, tan sólo una, idea brillante en su trayectoria profesional.
La verdad es que la Pajín lo tiene difícil: cuando dentro de dos mil años alguien, rebuscando en polvorientos archivos, se tope con su profundo razonamiento acerca de la conjunción estelar, puede pensar que, en el siglo XXI, existían todavía creyentes en los astros y demás fuerzas ocultas de la naturaleza. Llegaría a conclusiones bien tristes sobre nuestro grado de desarrollo. ¿Subsistían entonces los magos y nigromantes? Es el riesgo de la política, si la dejamos en manos de niños las posibilidades de confusión son enormes. ¿A qué juegan?
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