martes, 29 de septiembre de 2009

De profundis

Hace bien pocos días, un querido compañero de trabajo, en una liturgia celebrada con ocasión de un desgraciado accidente familiar, recitó el primer párrafo del salmo De profundis: “Desde lo más profundo grito a ti, Yahveh: ¡Señor escucha mi clamor! ¡Estén atentos tus oídos a la voz de mis súplicas!”. Durante siglos, la humanidad ha implorado una y otra vez, con la sensación de que era en vano; lo hizo Oscar Wilde desde la cárcel, y lo hemos hecho todos ¿Cuál es la razón del mal? ¿Por qué nos persiguen la desgracia, la enfermedad, la muerte? Nos lo preguntamos eternamente y lo único cierto es que, como diría Albert Camus, la muerte no está hecha a la medida del hombre; por lo tanto piensa que es irreal, “un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan”.

“Mi alma aguarda al Señor más que los centinelas la aurora; más que los centinelas la aurora aguarda Israel a Yahveh”, sigue diciendo el salmo. Pero la verdad es que, hoy día, lo único que la inmensa mayoría desea es la pura y simple felicidad o, al menos, la serenidad, la proporcione Yahveh o no. Sin embargo, cuando nuestros seres queridos mueren, para reencontrarlos seguirá siendo preciso pensar en Dios, aunque también fuese un sueño. Paradójicamente, cuando la angustia cede, el mundo se vuelve tan loco que sólo importa el ego individual con sus ruindades, celos y envidias; olvidando que, como advierte Bertrand Rusell, “el hombre que sólo está interesado en sí mismo nunca consigue la paz”.

Actuamos como si fuésemos dueños de nuestra vida, y no lo somos, por eso cuando el desastre llega el choque es mayor. Hubo un tiempo en que la humanidad renunció a toda esperanza en la vida terrenal, asumiendo el infortunio como un acontecimiento corriente. Era la época en que Pieter Brueghel, El Viejo, pintaba ejércitos de esqueletos, que esgrimiendo todo tipo de armas asaltaban en filas compactas la ciudad de los vivientes. El que no caía hoy lo hacía mañana, era imposible huir. Actualmente nos obsesionamos con la búsqueda del placer, y creemos que lo podemos obtener pero, como diría el clásico, al final “no hallamos más que miseria y muerte”.

Desde Madame de Châtelet a Rusell, los mejores pensadores se han preocupado de aconsejarnos sobre la felicidad. Siempre me impresionó que, para casi todos, el amor de los padres es imprescindible. Pero se ha dicho, y debe de ser verdad, que es difícil darlo si no existe también en la propia pareja. Frivolizamos sobre el amor cuando es de las pocas cosas realmente esenciales, la única al menos que puede mantenernos la ilusión de vivir, y mira que es difícil…De profundis es un canto de esperanza, y desde luego a Javier le queda Nena, toda una vida juntos, y José María, digno hijo de ambos.

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