¿Alguien puede seriamente creer que el accidente ocurrido en el Gregorio Marañón tiene un carácter excepcional? Desde luego, no. Su difusión obedece al carácter mediático de la muerte de Rayan, y al hecho de que, inteligentemente, la Comunidad de Madrid, al objeto de eludir responsabilidades, probablemente ordenó a la dirección del hospital que revelaran lo ocurrido. Pero el ejercicio de la medicina supone una práctica científica que no puede avanzar sin el error. Día tras día, tomamos decisiones equivocadas en cualquier profesión; y es normal, lo que ocurre es que todo cambia si lo que está en juego es una cuestión vital. Las sociedades modernas, infantiles por esencia, creen que poseen derechos sobre la salud y la enfermedad, lo que es una estúpida ilusión: la muerte no se anuncia con antelación.
En mi ya lejana infancia, en el Tánger de los años sesenta, aquejado de una “seca” en la pierna que prácticamente me impedía andar, acudí al célebre doctor Mani, de origen hebreo, al que mi tía, que me acompañaba, describía como un hombre tan venerable, que más que médico era un mago. Efectivamente, bastó que tocara el tumor para que se abriera sin dejar rastro; volví a casa completamente curado. Muy posiblemente, Mani también cometía errores pero a ningún paciente se le hubiera ocurrido exigirle responsabilidades, pues su relación estaba dominaba por la fe. Si fallaba, a lo mejor es que tú no habías tenido la necesaria. La vulgaridad científica actual llamaría a esto un “placebo”.
Desde que avispados abogados norteamericanos empezaron a acudir a la puerta de los hospitales para animar a los pacientes a interponer todo tipo de demandas, engrosando de paso sus bolsillos, las cosas han cambiado. La asistencia sanitaria ha devenido estrictamente contractual: Si no te curas, el culpable deberá pagar, da igual que sea el doctor, la enfermera, o la dirección del centro. Como consecuencia, la medicina se hace defensiva, convertimos a los médicos en burócratas que siguen miméticamente unos protocolos llamados a cubrirse las espaldas frente a las compañías de seguros. El “ojo clínico” y la genialidad son peligrosos, no constituyen coartada suficiente ante los tribunales de justicia.
Se diría que con esto racionalizamos la práctica médica, sin darnos cuenta que en cuestiones de salud lo fundamental ha sido siempre el tacto y la humanidad. Obligamos a los enfermos a análisis, la mayoría innecesarios, y les hacemos firmar formularios y formularios que más valdría no leer si quieres someterte a una operación con un mínimo de tranquilidad. Al paso que vamos, los antiguos doctores desaparecerán sustituidos por máquinas seguras carentes de sensibilidad, que también fallarán.
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