martes, 26 de mayo de 2009

La Iglesia y los pederastas

Las modernas sociedades de masas tienden a destruir la respetabilidad, sobre todo de las personas o instituciones tradicionalmente cubiertas por ella. Se quiere la igualdad demostrando que no hay nadie más que nadie, todos seríamos pecadores y sucios. Es la manera de justificarse a sí mismo: la perfección no existe, la miseria moral está generalizada. Al cazar una nueva pieza lo demuestras, y satisfaces también tu ruindad: el daño ajeno produce morboso regocijo. Llega un momento en que no basta con sembrar dudas sobre prósperos empresarios, científicos de renombre o candidatos a presidente, ya están suficientemente desprestigiados. Hay que seguir asaltando reductos, cuanto más altos mejor. ¿Por qué no la Iglesia?

Así, se ha puesto de moda poner de relieve la enfermiza conducta sexual de los religiosos católicos: los casos denunciados sobre los orfanatos irlandeses sirven para establecer una primaria relación psicológica entre el celibato y la anormalidad. Comoquiera que la represión de los instintos básicos puede conducir al desorden, una buena parte del clero sufriría una tara que pondría en peligro a las personas, particularmente los niños, que se relacionasen con ellos. Si bien se observa, tal género de acusación afectaría de lleno a la función que tradicionalmente se ha reservado el catolicismo: la enseñanza. No deja de ser interesante que la polémica se plantee en estos momentos.

El maltrato a la infancia atenta a los valores que han servido de fundamento a la cultura occidental. Por cierto, ¿no fue Jesús quien advirtió que el que escandalice “a uno de estos pequeños más vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar? Si un sacerdote es capaz de abusar de un niño, se hace responsable, incluso penalmente, del daño causado. Pero existe una distinción elemental que no parecen tener en cuenta los actuales torquemadas de la modernidad: la que tiene lugar entre una institución y sus miembros. Con independencia de su origen trascendente, real o no, la Iglesia ha cumplido durante siglos una función social: la de preservar los valores culturales de la antigüedad, el legado de Roma, así como la protección de los infelices frente a los fuertes.

Con razón, Nietzsche decía que el cristianismo había supuesto el triunfo de los débiles, precisamente porque los amparaba. En los inicios de la revolución industrial, y en buena parte del siglo XX, con el trabajo sin descanso y la utilización de los niños como mano de obra barata, la Iglesia realizó una labor de asistencia sin la que el caos moral y la injusticia de la época hubiera sido aún mayor. Cierto, sus miembros provenían de una sociedad enferma, muchos no fueron santos.

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