Hace mucho tiempo que nuestra sociedad sabe que todo poder es susceptible de ser utilizado con abuso. También que no es posible vivir en democracia sin aceptar que quienes nos dirigen deben someterse a estricta vigilancia. Si prescindiéramos de ello, legitimaríamos la vuelta de la tiranía. Cabría preguntarse, sin embargo, si resulta normal convertir sistemáticamente en culpables a todos los que se dedican a las funciones públicas. ¿No estaremos, so pretexto de la libertad, actuando como modernos inquisidores?
Es verdad que el ejercicio de un poder no puede ser concebido como un privilegio, implica una responsabilidad. El riesgo de la falta de control es que sus titulares lo utilicen en beneficio propio. Y como quiera que los hombres no son perfectos, sería necesario someterlos a permanente seguimiento, pues como dirían los clásicos toda institución que no suponga al poderoso corruptible es viciosa. No se trata de una extraña tara, es que su naturaleza es frágil y si se le ofrecen ventajas, o armas distintas a las del resto de sus conciudadanos, existirá un alto porcentaje de posibilidades de que termine considerándolas como propias. El desempeño de cualquier función pública debe tener entonces su carga. Quien no la quiera abonar que se quede en su casa, a nadie se le obliga a lanzarse al ruedo.
Así razonaron los defensores clásicos de la libertad de expresión, y lo hicieron en forma impecable. Como diría Stuart Mill, “silenciar cualquier discusión implicaría una presunción de infalibilidad”, cuando no hay nadie infalible y perfecto. Pero hay límites, y es dudoso pensar que quienes formularon tales ideas hubiesen avalado la situación de acoso en la que vive nuestra clase dirigente. Entre otras razones, porque las personas valiosas preferirán dedicarse a la vida privada antes que convertirse en objeto permanente de las cámaras. De seguir así, sólo los que no sirvan para otra cosa se ocuparán de la política. Lamentable, pues el infantilismo y la demagogia sustituirán a los planteamientos ideológicos y la brillantez, lo que está ocurriendo ya.
Cierto, debemos expulsar a los corruptos de la política, pero la mayoría de los que se ocupan de esa tarea destacan por su capacidad de trabajo y sencillez. Es verdad que son cada vez más vulgares y menos cultos, pero los que participan en el debate público deberían ser conscientes del peligro que supone la generalización de la sospecha. No lleva más que al desencanto y la abstención, nadie querrá que le den tortas en un ring. Lo importante son las ideas, además todos tienen derecho a la presunción de inocencia, también los políticos. Desgraciadamente, la historia ha tenido siempre necesidad de malignas brujas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario