Poéticamente, decía un conocido escritor que de todas las historias que en el mundo han sido la de España es la más triste porque termina mal. Por lo menos con respecto a la II República, su afirmación es cierta. Nació como una expresión patriótica en el sentido de Azaña, es decir, como la forma de aumentar “el caudal de belleza, de bondad y de libertad, en suma, de cultura que nuestro país aporta como testimonio de su paso por el mundo”. Llenamos el mundo de palabras: las de Max Aub, Ramón J. Sender, Arturo Barea, Antonio Machado y tantos otros…
Y fueron tan hermosas que, al ser derrotados, los vencidos se atrevieron a increpar a sus enemigos, a la manera de León Felipe: “Tuya es la hacienda, la casa y la pistola. Mía es la voz antigua de la tierra. Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante por el mundo, mas yo te dejo mudo...¡Mudo!” Porque ellos se llevaban la canción. Para muchos ciudadanos de la época, la República significó pura y exclusivamente la victoria de la estética. No es nada extraño que, en sus comienzos, jugara papel protagonista una Agrupación intelectual compuesta de nombres de la talla de Ortega, Marañón o Pérez de Ayala.
En el ideario romántico de la época, solamente quienes tuviesen el “alma de charol y de plomo las calaveras” eran capaces de oponerse al orden de valores republicano. Sin embargo, todo acabó mal, con una guerra en la que unos y otros se mataron con una crueldad que ha llevado a algunos hispanistas a decir que ante la historia de España, como la de Rusia, sólo es posible sentir vergüenza. No siempre es verdad, la tragedia encierra grandeza, la que inspira, por ejemplo, el suicidio de centenares de combatientes en Alicante desesperados por la imposibilidad de encontrar barcos para el exilio, o la muerte en la cárcel de Miguel Hernández, escribiendo “nanas de cebolla” para su hijo recién nacido, o la de Antonio Machado por tristeza y desesperanza.
Han pasado cerca de 80 años, prácticamente ya no queda nadie, o casi nadie, de la época, sin contar a Santiago Carrillo que debe haber pactado con la eternidad. Sublevados y leales comparten ya el mismo mundo de estrellas que soñó Azaña, han muerto. Sus nietos no parecen haber heredado grandeza alguna: no conocen, ni les interesa, la historia de la época, no han leído “La forja de un rebelde” ni “Crónica del alba”. No saben quiénes puedan ser Hugh Thomas, Georges Bernanos, Henry Buckley o Gabriel Jackson, pasan de ellos. Eso sí, se dedican al deporte de excavar fosas y fosas para desenterrar cadáveres, y no se dan cuenta que el alma de los muertos desprecia sus huesos, transciende de ellos, para dirigirse al único reino en el que ya no hay asesinos: el de los sueños.
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