Es verdad que Garzón está haciendo un daño enorme a la carrera judicial. Un magistrado tiene que dedicarse a estudiar, analizar lo investigado, dudar mucho y, al final, decidir. La persecución urbi et orbi de los delitos es una tarea más propia de los viejos inquisidores obsesionados por el pecado y, en todo caso, del aparato policial. Sin embargo, un porcentaje nada desdeñable de los aspirantes a la judicatura española ha tomado como modelo a un señor que parece convencido de que su natural misión es la de restablecer la honradez en el mundo. Cree que está participando en una guerra en la que en un lado están los buenos, en el otro los malos, y él se ha puesto al lado de los primeros. Lo que es un error infantil, un buen juez debe constituir una garantía para todos, incluso para los delincuentes.
Es también verdad que, antes que hacer justicia, parece dedicarse al arte escénico. Probablemente le gustan mucho las películas de pistoleros: no en vano garçon significa muchacho en francés. Pero no se da cuenta de que, si transforma los tribunales en un teatro, se verá obligado a que sus faenas tengan un buen final, es decir, consigan el aplauso. Todo lo contrario a lo que debería procurar: realizar su labor en silencio, sin que el ego se convierta en protagonista pues, si lo fuese, lo que pretenderá es brillar y tener razón cuando el acto del juicio debe ser objetivo y desapasionado. Su sentido exclusivo se limita a la aplicación de la ley en forma anónima, pues, para evitar parcialidades, el mundo de vivencias e ideas personales del que juzga no tendría para nada que contar.
No puede dudarse tampoco que los jueces no solamente deben ser honestos sino parecer que lo son, como reiteradamente ha señalado la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En consecuencia, han de alejarse de las relaciones sociales y de la participación en actos mundanos o políticos, sobre todo cuando la importancia de los asuntos de su competencia puede afectar a un sinnúmero de personas inconcretas, que estarán interesadas en influirles. Si llegas a sospechar del juez que te acusa, perderás serenidad en tu defensa, lo que no debe admitirse en un Estado de Derecho. Además, si te convences de que eres el terror de los corruptos, fomentarás el trato con los limpios de corazón, pero ya no serás un juez imparcial.
Todo lo anterior es cierto, pero también lo es que el hecho de aceptar la invitación a una cacería, aunque sea poco estético y se coincida con un ministro, mientras no se aporte nada más, no autoriza a deducir sombra alguna de connivencia reprobable. Deslizarla sin base, aparte de ridículo, produce serio daño a las instituciones, lo que no es propio de un partido conservador.
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