En 1888, la comunidad científica internacional quedó impactada por la noticia de que el egiptólogo Emil Brugsch-Bey había descubierto en Deir el-Bahari una gruta en la que reposaban las momias de cuarenta faraones, entre ellas, las de Amenofis I, Tutmosis II y Ramses II, llamado el Grande. No se trataba de una pirámide, tampoco de una de las magníficas tumbas del Valle de los Reyes. Era un simple refugio entre rocas, en el que los sacerdotes del antiguo Egipto habían escondido los cuerpos de sus señores ante el saqueo generalizado que venían sufriendo. El traslado habría tenido lugar en la época del faraón Siamón (979-969 a.c).
Ya no se trataba de salvar sus tesoros ni una espléndida arquitectura, pues hasta sus lienzos funerarios habían sido maltratados a la busca de oro y joyas. Lo único que cabía hacer era proteger sus cuerpos para el día del Juicio. Así, durante cerca de tres mil años, vivieron un sueño de eternidad que la curiosidad occidental rompió cuando los envió al museo de El Cairo, donde ciertamente vuelven a ser profanados por la morbosa mirada de unos turistas, que se deleitan ante el espanto de la descomposición de los grandes, y no se dan cuenta que están contemplando la representación de Dios.
La muerte es siempre un fracaso, por eso las tumbas lo ocultan. Lo importante es el símbolo del hombre que guardan. Sus restos son sagrados, no deben verse por elementales razones de pudor. Nadie aceptaría que otros hurgasen en lo que ha quedado de su alma. El autor de “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías” era un poeta, un soñador genial. Cuando lo mataron”¡eran las cinco en todos los relojes!”Así quedó para toda la eternidad. Su cementerio es un magnífico parque destinado a reflexionar sobre el hombre que fue y sobre la estulticia y el odio de sus contemporáneos. Desde luego, es legítimo que los familiares de sus compañeros quieran velar también su recuerdo. Pero su calavera, la de todos ellos, forma parte de lo más profundo de la intimidad, y a nadie debe interesar.
En la historia de la novela occidental ha existido siempre la figura del profanador de tumbas. A veces tenía una motivación económica, lucrarse con los objetos depositados; otras científica, destinar cadáveres a la investigación. Pero la más literaria siempre fue la de quienes lo practicaban por puro y simple placer: el morboso de enfrentarse con el horror. Sería lamentable que una finalidad de esta clase pudiese legitimar la búsqueda de García Lorca. Además, todo es absurdo porque, aunque lo encontrasen, el poeta ya no estaría allí. Está en un reino que no puede ser comprendido por los necios: el de los sueños. Nadie debería sacarlo de allí.
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