Después de aludir a informes médicos según los cuales el SARS, la neumonía asiática, podría llegar a afectar al 30% de la población mundial, Didier Sicard, en el diario Le Monde del pasado día 6 de mayo, advertía que la humanidad del siglo XXI se estaba comportando de manera arcaica y sin dignidad pues jamás habríamos tenido tanto miedo de nuestra propia sombra sin que existieran reales motivos para ello. Puede ser cierto, pero la historia de los hombres está llena de episodios en que el pánico no fue producto de la histeria ni de la imaginación.
La peste negra ha sido probablemente la enfermedad infecciosa que ha producido mayor número de víctimas. Así, se calcula que la de 1348 estuvo a punto de afectar a las reales posibilidades de crecimiento demográfico europeo, al morir un tercio de su población. Curiosamente, su origen se encuentra en un episodio de auténtica guerra bacteriológica. Un ejército tártaro, desesperado al no poder vencer la resistencia de unos genoveses a los que asediaban en la fortaleza de Caffa, Crimea, decidió arrojar los cadáveres del terreno de batalla por encima de las murallas. La enfermedad y la muerte se apoderaron pronto de los defensores. Un grupo de ellos, aterrorizado, consiguió huir en un navío que, desde el Mar Negro, recorrió todo el Mediterráneo oriental.
En su avance, y a la manera de jinetes del Apocalipsis, fueron difundiendo la peste. La dejaron en Constantinopla, después en todo el Egeo y Grecia y cuando llegaron a sus lugares de origen, en Génova y Venecia, a finales de 1347, el conjunto del continente se vio afectado por una epidemia que tardó en remitir cuatro o cinco años. No existía ningún tipo de remedio médico y su rápido desarrollo hacía recordar a los contemporáneos la idea de la cabalgada de la Muerte en triunfo, de la manera que quedó reflejada en cuadros e imágenes a lo largo de toda la Baja Edad Media. Se inició una era en la que el hombre no tuvo tiempo, ni ganas, de pensar en su propio perfeccionamiento o en el del mundo, le bastaba con sobrevivir, si podía.
Nuestra civilización, en cambio, no parece hecha para la peste. Vivimos en la creencia de que es posible dominar la naturaleza, mediante la utilización de técnicas de carácter científico, y sobre la base de la capaci¬dad humana para entenderlo todo y resolver los pro¬blemas que se puedan presentar. El universo sería una máquina, de tal manera que, si se llegase a conocer con precisión la enorme complejidad de su mecanismo, todo sería posible. La era del miedo y el pesimismo habrían terminado de una vez y para siempre. En la actualidad, la existencia está presidida por un mito que no resulta muy sensato discutir: el del progreso. A la manera de Descartes, se ha llegado a pensar que “conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los otros cuerpos que nos rodean podríamos aprovechar¬nos de ellas para hacernos dueños y señores de la natura¬leza".
La verdad es que la omnipotencia no ha sido nunca una característica de los seres humanos. Y, en su momento, Burke se burló de los optimistas del progreso diciéndoles: “queréis construir el mundo como quien maneja las manecillas de un reloj, pero el hombre no es un reloj”. Lo sea o no, lo que sí parece necesario es que tengamos en cuenta las consecuencias de un universo global levantado sobre la idea del beneficio, mediante la incontrolada explotación de los recursos de nuestro planeta. La naturaleza se puede vengar y cuando lo haga no existirán, ni en Caffa ni en ninguna otra parte, murallas suficientes para hacerla frente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario