Decía Zoe Valdés, en un interesante trabajo publicado en El Mundo del pasado día 23, que era “una lástima que Kennedy hubiera abandonado al pueblo cubano en su lucha en contra del castrismo” y se lamentaba de la actitud de tantas personas, sensibles y defensoras a ultranza de los derechos humanos, que no son capaces de denunciar los crímenes de Fidel Castro. La verdad es que su artículo suscita preocupantes cuestiones de carácter intelectual. ¿Por qué cuesta, o nos cuesta, tanto criticar a Cuba. Sinceramente, creo que existen poderosas razones instaladas en la biología personal.
La Revolución cubana tuvo lugar en 1959 y los años sesenta representan momentos mágicos de una juventud que oía a los Beatles, se rebelaba en las Universidades de Nanterre, Berlín o Madrid, llevaba la imaginación al poder en mayo del sesenta y ocho, o luchaba en la calle contra la dictadura franquista. El Che Guevara y sus compañeros no eran solo personajes reales, que protagonizaban una lucha guerrillera contra un tirano desprestigiado llamado Batista, constituyeron también un símbolo para los jóvenes de aquella época: el de la libertad.
Sería injusto prescindir del profundo aspecto moral que supuso la revolución de los cubanos. Para nosotros no se trataba de una dictadura más. Tal calificación hubiera sido absurda, nos parecía un movimiento de los pobres de la tierra, de los desheredados de todas las fortunas. Es verdad que no vivíamos en Cuba, no sabíamos lo que realmente estaba pasando allí. Pero la historia de las generaciones está hecha de imágenes, y había muchas a favor de los revolucionarios: la del Che muerto a la manera de un héroe, la de hombres desharrapados y sencillos bajando desde Sierra Maestra, la de la humillación de los poderosos...
Ahora, se han quedado solos, ya no existe un campo socialista que pueda servir de alternativa y contrapeso frente a los norteamericanos. Y la cara de Fidel no sólo envejece, con su barba descuidada y su mirada de iluminado parece haberse deslizado hacia la excentricidad megalómana de los enajenados. Sin embargo, hay que reconocer que es muy difícil no perder el sentido de la realidad cuando en poco tiempo pasas de héroe a villano, y de revolucionario a simple dictador. La verdad es que no es algo demasiado nuevo. Desde siempre ha llamado la atención el ciclo repetitivo de los productos históricos, el del nacimiento, vida, decadencia y muerte.
Los hombres mueren, las ideas y las instituciones también. Hace bien pocos años, casi nadie, por lo menos desde la izquierda, se habría atrevido a poner en cuestión al denominado campo socialista. Hubo desde luego excepciones, y muy brillantes, como la de Arthur Koestler con “El cero y el infinito”. La mayoría de ellas, sin embargo, iban dirigidas contra las denominadas “degeneraciones” del estalinismo sin poner en cuestión la pretendida superioridad moral de los comunistas. Ahora, todo ha cambiado, y fascistas y marxistas son colocados al mismo nivel, meros productos totalitarios del nefasto siglo XX.
Es verdad que la historia comete errores, pero sería ingenuo lamentarse por la dureza de sus juicios. Es mucho más sencillo pensar que lo que sirvió en su tiempo, para promover la igualdad y la solidaridad de los hombres, deja de tener sentido en momentos dominados por la eficacia y el individualismo. Es simple ley de vida. Fidel Castro se está convirtiendo en un espantajo, despreciado y solo. Las campanas están ya doblando por él, pero también por todos nosotros porque, poco a poco, está desapareciendo el mundo de ideales en el que tan apasionadamente creímos. Pasará el tiempo, y todo se convertirá en cenizas y sueños: los nuestros.
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