¿De verdad es el sistema democrático el menos malo de los
posibles? Así se asegura a la manera de un tópico desde que Churchill, en un
discurso en la Cámara
de los Comunes, señalara con fuertes dosis de humor que “es la peor forma de
gobierno, excepto por todas las otras que han sido probadas de vez en cuando”. Confieso
mi radical desacuerdo. En los países musulmanes, por ejemplo, que reúnen más
del veinticinco por ciento de la población mundial, una organización del poder
basada en la voluntad de la mayoría, no otra cosa es la democracia, no puede
llevarlos más que al desastre. ¿Se imaginan elecciones libres en Yemen, Afganistán o Somalia? El integrismo no es una
opción de minorías, responde a las convicciones de la práctica generalidad de
sus habitantes. No darse cuenta de ello ha conducido a los Estados Unidos a una
política suicida en muchos de los conflictos que han provocado. ¿Qué hicieron
en Libia? Pura y simplemente un disparate. No, en esos países, salvo alguna
honrosa excepción, creo que más vale alejarse de cualquier veleidad
democrática.
Se podría concluir que la democracia es un resultado de la
evolución económica y cultural, que es la que asegura pueblos preparados y responsables, estaríamos hablando entonces del mundo occidental. Y, para evitar
acusaciones de etnocentrismo, se dirá que es una simple cuestión de desarrollo:
el tiempo posibilitaría que los hábitos de relativismo, tolerancia y laicismo
se extendieran globalmente, permitiendo una autodeterminación generalizada.
Pues tampoco es verdad, en los años treinta en la culta Alemania el partido
nacional socialista fue capaz de ganar unas elecciones. El país de la filosofía
y la sensibilidad, no otra cosa expresa la música, protagonizó el ejemplo más
puro de totalitarismo en el siglo XX. El universo de Kant, Hegel y Husserl era
capaz de generar monstruos. Las elecciones libres posibilitaron el horror.
Se alegará que esas cosas ya no son posibles, han pasado
más de ochenta años… Y es falso, la sociedad descrita por Orwell no podía ser
más democrática. Se basaba en la conformidad de la inmensa mayoría, los
disidentes eran simples enfermos. De hecho, sus habitantes podían presumir de
felicidad y bienestar, sólo que, y ahí estaba el truco, el sistema educativo,
complementado con sofisticados mecanismos de control y una inteligente
propaganda, uniformaba, convertía los individuos en robots. Las modernas
sociedades de masas responden a la misma concepción, su objetivo es la absoluta
igualdad, y cuando la consigan no habrá libertad alguna que defender pues el
universo mental de sus ciudadanos estará construido con los mismos moldes. Las
máquinas eliminan todo lo que no responda a sus ritmos. La igualdad que se
preconiza no es la de los jacobinos o la de los viejos comunistas que aspiraban
a suprimir las diferencias sociales; la que se reivindica ahora es la mental. Ante este panorama, reniego de
la moderna democracia.
Alguien me
acusará de seguir influido por mi juvenil militancia leninista. A lo mejor es
verdad; desde luego una sociedad dirigida por Bujarin me sigue pareciendo una apasionante
experiencia. Pero si se trata de obedecer a demagogos oportunistas, prefiero
huir bien lejos.
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