lunes, 27 de julio de 2015

La demagogia de los demócratas




¿De verdad es el sistema democrático el menos malo de los posibles? Así se asegura a la manera de un tópico desde que Churchill, en un discurso en la Cámara de los Comunes, señalara con fuertes dosis de humor que “es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras que han sido probadas de vez en cuando”. Confieso mi radical desacuerdo. En los países musulmanes, por ejemplo, que reúnen más del veinticinco por ciento de la población mundial, una organización del poder basada en la voluntad de la mayoría, no otra cosa es la democracia, no puede llevarlos más que al desastre. ¿Se imaginan elecciones libres en Yemen,  Afganistán o Somalia? El integrismo no es una opción de minorías, responde a las convicciones de la práctica generalidad de sus habitantes. No darse cuenta de ello ha conducido a los Estados Unidos a una política suicida en muchos de los conflictos que han provocado. ¿Qué hicieron en Libia? Pura y simplemente un disparate. No, en esos países, salvo alguna honrosa excepción, creo que más vale alejarse de cualquier veleidad democrática.

Se podría concluir que la democracia es un resultado de la evolución económica y cultural, que es la que asegura pueblos preparados y responsables, estaríamos hablando entonces del mundo occidental. Y, para evitar acusaciones de etnocentrismo, se dirá que es una simple cuestión de desarrollo: el tiempo posibilitaría que los hábitos de relativismo, tolerancia y laicismo se extendieran globalmente, permitiendo una autodeterminación generalizada. Pues tampoco es verdad, en los años treinta en la culta Alemania el partido nacional socialista fue capaz de ganar unas elecciones. El país de la filosofía y la sensibilidad, no otra cosa expresa la música, protagonizó el ejemplo más puro de totalitarismo en el siglo XX. El universo de Kant, Hegel y Husserl era capaz de generar monstruos. Las elecciones libres posibilitaron el horror.

Se alegará que esas cosas ya no son posibles, han pasado más de ochenta años… Y es falso, la sociedad descrita por Orwell no podía ser más democrática. Se basaba en la conformidad de la inmensa mayoría, los disidentes eran simples enfermos. De hecho, sus habitantes podían presumir de felicidad y bienestar, sólo que, y ahí estaba el truco, el sistema educativo, complementado con sofisticados mecanismos de control y una inteligente propaganda, uniformaba, convertía los individuos en robots. Las modernas sociedades de masas responden a la misma concepción, su objetivo es la absoluta igualdad, y cuando la consigan no habrá libertad alguna que defender pues el universo mental de sus ciudadanos estará construido con los mismos moldes. Las máquinas eliminan todo lo que no responda a sus ritmos. La igualdad que se preconiza no es la de los jacobinos o la de los viejos comunistas que aspiraban a suprimir las diferencias sociales; la que se reivindica ahora  es la mental. Ante este panorama, reniego de la moderna democracia.

         Alguien me acusará de seguir influido por mi juvenil militancia leninista. A lo mejor es verdad; desde luego una sociedad dirigida por Bujarin me sigue pareciendo una apasionante experiencia. Pero si se trata de obedecer a demagogos oportunistas, prefiero huir bien lejos.



                  




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