Se preguntaba el girondino Pierre Vergniaud en una sesión de la Convención Nacional celebrada el 31 de diciembre de 1792: "¿Qué es la soberanía del pueblo?" Y respondía, “es el poder de hacer las leyes, los reglamentos, en una palabra todos los actos que interesan a la felicidad del cuerpo social. El pueblo ejerce este poder por sí mismo o por medio de representantes. En este último caso, las decisiones de los representantes son ejecutadas como leyes; ¿pero por qué? Porque se presume que son expresión de la voluntad general”. Por eso, entendía que, en el caso del juicio de Luis Capeto, la mayoría de la Asamblea realizaba una usurpación de esa voluntad, pues la presunción había sido destruida desde el momento en que se estaba violentando la prerrogativa regia, de carácter constitucional, de la inviolabilidad.
Entonces, acusaba a los montagnards: “No existe para vosotros otra soberanía que la de vuestras pasiones”. Por desgracia, en España, dos siglos después, presenciamos en las Asambleas Legislativas, también en la nuestra, una nueva usurpación protagonizada por los partidos políticos. La diferencia, sin embargo, es de importancia: carece de la estética que Robespierre y Saint-Just supieron imprimir. La falta de preparación, la mezquindad, a veces la pura y simple mala fe, son las que dominan. Además, las pasiones son sentimientos bien poderosos, pueden llegar a justificar cualquier acción. Ahora, los partidos actúan por puro y simple interés: se han convertido en maquinaría para atraer clientela e influencia, sin ideología seria de clase alguna.
Se nos podría alegar que la democracia actual no puede entenderse sin los partidos políticos. Es cierto, en el caso español aparecen consagrados en el artículo 6º del texto constitucional cuando señala que “expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Pero han dejado de servir a esos objetivos: ¿alguien puede creer que el PSOE y el PP, otros también, están promoviendo género alguno de contienda ideológica? ¿Cuál es su ideología? No distinta que la de adaptarse a conveniencias de carácter táctico dirigidas a obtener o conservar el poder. ¿Qué razón puede justificar que prácticamente todos los partidos del arco electoral se dediquen en Cataluña a espiarse los unos a los otros? Desde el punto de vista ético, ninguna. Sólo el chantaje y la intriga lo pueden explicar. ¿Y Barcenas?
En un Parlamento, bien próximo a nosotros, se desarrolló hace poco el trabajo de una denominada Comisión de Investigación que de tal sólo tenía el nombre. En lugar de dedicarse a realizar un examen basado en pruebas, contraste y estudio, partieron de prejuicios que no hubo posibilidad de desmontar. Unos querían implicar a toda costa al Presidente del Gobierno, y otros salvarlo. En vez de inspirarse en modelos, como el norteamericano, caracterizados por la objetiva imparcialidad, se dedicaron a desprestigiarse los unos a los otros sin preocupación por la dignidad de la Institución, y su propia credibilidad. Al final, cosecharon el más absoluto de los fracasos. No les importó la opinión de los ciudadanos, lo único que interesaba era la victoria táctica, cuando un estadista debe moverse por la grandeza de los planteamientos.
Al final, cabría preguntarse para qué sirven diecisiete Parlamentos. Si la soberanía nacional reside en el pueblo español en su conjunto del que emanan los poderes del Estado (artículo 1.2 CE), ¿podemos hablar de un auténtico Poder Legislativo en el caso autonómico? Hace ya algún tiempo, un prestigioso profesor de derecho constitucional llamó la atención sobre el dato de que las denominadas leyes de dichas Asambleas constituían más bien normas de carácter reglamentario; a veces ni eso, simples órdenes ministeriales diría yo. Es lógico, nuestra ordenación territorial es de naturaleza competencial. Las decisiones básicas de carácter político y las que garantizan la igualdad y uniformidad en todo el Estado corresponden a las Cortes Generales. En realidad, salvo en el caso vasco y catalán, y por razones simbólicas, Parlamento no hay más que uno.
¿Entonces, para qué crear tantas Asambleas? El Parlamento es una liturgia; durante siglos se ha considerado como un auténtico Dios, el de la ciudad, dotado de idéntico o más prestigio, al menos para los laicos, que el los creyentes. Se servía también de mitos: uno de ellos, y no el menor, el de que las leyes surgían como consecuencia del contraste entre los hombres más preparados y sabios de la comunidad, con independencia del estamento o clase social de la que procedieran. Por eso, en la República pudieron estar sentados juntos Azaña, Ortega y Gasett y Alcalá Zamora, después Dolores Ibarruri. Ahora, en cambio, ¿quiénes están? Muchos de ellos carecen incluso de comprensión lectora, han dejado de ser creíbles para los ciudadanos.
¿De verdad los partidos representan al pueblo? A lo mejor lo hacen muy bien. Un país que sólo se interesa por el cotilleo y el mal ajeno, e incurre en los defectos que achaca a los políticos: desde ocultar sistemáticamente las renta de viviendas en alquiler, hasta los pagos en negro y el ancestral vicio de la recomendación, no puede aspirar a nada más. Mientras tiene lugar una nueva transición, con la aspiración a la independencia de importantes sectores del pueblo catalán, nosotros nos dedicamos a la práctica del chismorreo y la delación. ¿Quién tendrá el tiempo necesario para estudiar una salida a la cuestión? No nos merecemos otra cosa, es la sociedad española la que está infectada en su conjunto: constituye en sí misma pura y simple inmoralidad.
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