Se ha llegado a decir que "la peor enfermedad no es la lepra ni la tuberculosis, sino la sensación de no ser respetado por nadie, de no ser querido, de ser abandonado por todos"; es cierto, el hombre está imposibilitado para vivir en soledad. Desde el inicio de los tiempos ha establecido redes de solidaridad que le proporcionan seguridad, pues su debilidad no es sólo física, es también mental. Es el único ser en la naturaleza consciente de su yo, necesitando reafirmarlo mediante la admiración, el respeto o la simple consideración ajena que le demuestran que existe, que tiene individualidad. Los seres rechazados la sienten en peligro, al ser negada por los demás. Todo esto es tan antiguo como el mundo, pero en los últimos tiempos las sociedades se han organizado conscientemente sobre la base de que lo importante, también desde el punto de vista político e institucional, es la opinión de los otros. Sólo vale lo que se quiere comprar, es decir, lo que es querido y apreciado, pues la opinión pública se ha convertido en la reina del mundo.
Necker, en vísperas de la Revolución Francesa, analizando la naturaleza de dicha opinión, señaló que se trataba de “un verdadero tribunal ante el cual todos los hombres susceptibles de atraer la atención deben comparecer”. Y desde luego la idea de una jurisdicción resulta enormemente sugestiva, basta con pensar en el miedo que ha inspirado siempre el qué dirán al “honesto padre de familia”. Existiría un código no escrito de reglas y costumbres cuya trasgresión podía implicar la condena social, pues la sociedad forma sus propios criterios de lo bueno, lo malo, lo justo o lo injusto. Y con arreglo a ellos juzga, absolviendo o condenando, a los que intervienen en los asuntos públicos.
Se trataría de un juez imparcial que examina y decide sobre todo lo que le interesa a la sociedad. De manera expresiva, Malesherbes señaló que un nuevo tribunal había sido erigido por encima de todos los poderes, al objeto de evaluar los talentos y pronunciarse sobre las personas de mérito. Pero, ¿y si estuviese constituido, en vez de por jueces bondadosos, por envidiosos, mezquinos, y sobre todo crueles? En el siglo XVIII, se creyó que el progreso dulcificaría las costumbres y generalizaría la sabiduría y la bondad. Podría ocurrir, sin embargo, que las ansias progresivas de igualdad estuvieran conduciendo a las masas a la destrucción de todo lo que destaca.
Si es cierto todo lo que se dice, habrá que probarlo, Urdangarín ha actuado como un niñato aprovechado e imbécil. Pero el linchamiento público que está sufriendo es de una inaudita crueldad. ¿Qué será de sus hijos? Una sociedad democrática castiga los delitos, pero destierra las hogueras inquisitoriales por infames.
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