Hace bien pocos días, al final de una charla en la Universidad, me atreví a preguntar a los alumnos, más de cincuenta, cuántos de ellos habían leído “Crimen y castigo” de Dostoievski. Para mi sorpresa resultó que ninguno. Cómo es posible que con los medios de hoy, muy superiores a los de nuestra época, y con un cuadro de profesores conocido por su excelencia, absolutamente nadie tuviera la más pajolera idea de quién podía ser Raskolnikov. Sus conversaciones con Porfiri Petróvich son alumbradoras para quien quiera conocer la mente criminal y las razones del delito, cien clases de filosofía del derecho no podrían sustituir su lectura. ¿Entonces?
La verdad es que estamos creando un universo de especialistas, la gente aspira a saber de lo suyo, ya sea el más eficaz método de cultivo de la remolacha temprana, las dificultades de pronunciación del chino mandarín, o los distintos preceptos que regulan el complejo mercado bursátil. Lo que está muy bien, pero ¿qué hacemos con la cultura? Por desgracia, para eso está hoy día Wikipedia. ¡Vaya por Dios! Aparte de que sigue conteniendo errores garrafales, y que jamás podrá compararse con el Espasa o la Enciclopedia británica, supone la aceptación de que la suma de conocimientos ya no tiene trascendencia: de manera peyorativa se la identifica con la memoria, que se considera un método de aprendizaje obsoleto y superado.
El hombre renacentista, que conocía de todo, porque todo le interesaba, se convierte en un ejemplar a punto de la extinción, ya no es necesario. Al paso que vamos, es muy posible que nos convirtamos en una eficiente máquina con alfas, betas y epsilones, cada uno de ellos con un específico papel que realizará a la perfección. Pero, ¿y si el sistema falla? ¿Cómo será posible repararlo si la gente ha dejado de conocer su finalidad? Se podría contestar que siempre quedarán los dueños del tinglado que, por la cuenta que les trae, ya encontrarán la solución. Es una conclusión bastante peligrosa, porque ¿cuáles serán sus intereses? Ingenuamente presumimos de vivir en una sociedad que ha profundizado al máximo en las libertades públicas cuando las personas incultas, por el hecho de su desconocimiento, carecen de real capacidad de opción.
“Sólo sé que no sé nada” decía Sócrates. El pobre tenía razón, si lo hubieran oído hoy le recomendarían que se apuntara inmediatamente a cualquier red social. Aparte de entretenerse con miles de cotilleos, se daría cuenta que, al final de nuestra historia, lo único que contaría sería la necedad. Podría también escuchar en la tele a Tomás Gómez, pero entonces a lo mejor le daba una crisis nerviosa.
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