Decía Jean D’Ormesson que “por muy extraño que pueda parecernos, después de nosotros el mundo seguirá girando. Sin vosotros, sin mí. Con altibajos, pero continuará”, y los que nos sustituyan se comportarán de la misma ingenua y necia manera. En el año 1977, cuando en España parecía que el universo iba a renacer, un viejo y respetable dirigente democrata cristiano, el Letrado Fernández de Henestrosa, nos explicaba a un grupo de jóvenes juristas, de convicciones marxistas, que estaba convencido que el futuro sería socialista, no era posible marchar contra la historia. El objetivo de su partido se limitaba a asegurar que el proceso se realizase pacíficamente y en libertad. Los intelectuales y el mundo en general parecían convencidos de la inevitabilidad del comunismo.
Al cabo de pocos años, no más de veinte, con el derrumbe de la Unión Soviética, el estado comunista se convirtió en un enorme “archipiélago gulag”. Los pensadores marxistas desaparecieron de la faz de la tierra, Jean Paul Sartre no habría existido o había sido un viejo chocho. Se pusieron de moda “los libros negros” sobre el socialismo real, y “La vida de los otros” pasó a constituir una descripción, unánimente aceptada, de una sociedad totalitaria sin alternativas en la que el individuo habría representado un simple medio en la deificación del Partido y el Secretario General. Ser comunista se identificaba con el terror y la delación, las cosas quedaron muy claras, no había otra opción que la dinámica del mercado y la libertad. Todo el mundo se apuntó ahora al mito del bienestar.
Ha pasado poco tiempo, y las corrientes de la historia no han sido capaces de traernos el añorado “mundo feliz”. Por el contrario, nuestras sociedades parecen dirigidas por ridículos personajes, desde un Berlusconi caracterizado, no por su ideología que no la tiene, sino por sus implantes de cabello y descocadas velinas hasta Sarkozy, con sus complejos de estatura y manías de grandeza. Está también Zapatero, pero de él será mejor no hablar so pena de que nos produzca un telele nervioso. El Estado del Bienestar se ha convertido en el símbolo del pensamiento único, la imposibilidad de disidencia y, por supuesto, de la frivolidad.
Todas las épocas piensan que sus modelos de explicación del universo son únicos y definitivos. Transcurren los años, y se revelan falsos y absurdos. Lo único cierto, de la que vivimos, es que nuestra posteridad nos considerará vulgares y fatuos. Y nuestros dirigentes, aparte de singularmente incompetentes y tontos, pasarán a la historia como los primeros que despreciaron la inteligencia y la preparación en la política, obsesionados con la imagen.
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