Nietzsche en “El ocaso de los ídolos” se planteaba una inquietante reflexión: “¿Es el hombre tan sólo un error de Dios? ¿O es Dios un error del hombre?”. Hawking, enfermo como todos saben de esclerosis lateral amiotrófica, acaba de afirmar que no es necesario un creador “para explicar el origen del Cosmos”, y en un brillante artículo de Julio Miravalls en este periódico podemos leer lo siguiente: “¿Qué motivos puede tener para creer en un buen Dios alguien sometido a tan terrible injusticia: la mente más brillante en un envoltorio tan lamentable?” Se trata de una pregunta eterna, ¿cómo un ser misericordioso ha decidido poner en marcha este mundo?
Lo que nos señala Miravalls es apasionante porque, si introducimos los factores personales a la hora de determinar la existencia de Dios, es lógico pensar que, en la disyuntiva de Nietzsche, la respuesta sensata sea la de que un ente de esa naturaleza no puede ser más que producto del error de los hombres. La enfermedad, la angustia y, fundamentalmente, la muerte deben haber influido de manera esencial a la hora de inventarse un ser omnipoptente y bondadoso, pendiente de todos y cada unos de nosotros. Dios escribiría derecho a través de renglones torcidos. Al final del camino, proporcionaría reparación y felicidad. Se trataría de un espléndido sueño para sobrevivir.
Por muy derecho que haya escrito, lo cierto es que el universo en que habitamos no puede ser más trágico, a nuestros mortales ojos al menos. Tendrían razón, entonces, los filósofos que han sostenido que el mayor reproche que cabría hacer a Dios es la existencia. Si es así, la respuesta de personalidades seguras y fuertes, como la de Hawking, resulta perfectamente coherente: no tengo ninguna necesidad de que mis limitaciones me hagan caer en delirios. Los otros se equivocarán a conciencia, pero yo no: el cosmos no requiere un creador. Sin embargo, esta actitud también puede ser fruto de un error, el de la rebeldía frente a quien me produce desazón.
Plantearse con instrumentos humanos la existencia de Dios no puede conducir más que a la confusión: será nuestra entidad y no la suya la que se ponga en cuestión. Personalmente, tengo miedo, tanto miedo a lo desconocido, al dolor y a la soledad, que prefiero seguir las tradiciones de quienes me amaron. No quiero rebelarme contra lo que experimentaron mis padres, mis abuelos, y los buenos franciscanos que me educaron en Tánger. Tampoco contra lo que me enseñaron los viejos comunistas que también, a su manera, creían en una justa divinidad. Además, para qué agitarme, si no podré alcanzar ninguna certeza. Deseo, ojalá que sea tarde, que unos y otros me estén esperando, será el momento de ver con claridad.
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