Hace pocos días, ha sido objeto de escandalizada crítica una sentencia judicial por la que se absolvía, por falta de pruebas, al acusado de un delito de “violencia de género”. Con indudable ligereza, el Juez ha sido tachado de falta de sensibilidad por no dar crédito a las palabras de la víctima. Tal actitud no ha motivado ninguna clase de reacción, cuando lo que refleja es el más absoluto desprecio a las reglas de derecho. Sobre ello, me gustaría indicar lo siguiente:
Primero.- El 17 de septiembre de 1793, en plena Revolución, fue aprobada la denominada “Ley de los Sospechosos”, propuesta por los radicales hebertistas, a la izquierda de Robespierre. Estaba inspirada en un discurso de Saint Just, bien expresivo: “Tienen ustedes que castigar no sólo a los traidores también a los indiferentes, tienen ustedes que castigar a todo aquel que sea pasivo en la República y que no haga nada por ella. No hacían falta pruebas, bastaba con una apariencia contrarrevolucionaria. Cualquier ciudadano se encontraba a merced del sectario de turno.
Segundo.- Paradójicamente, tal género de represión encontraba su antecedente en los totalitarismos clericales que en el mundo han sido. Su justificación era muy sencilla: el enemigo tiene un carácter infernal y es capaz de las más reprobables acciones, sería demasiado ingenuo permitirle obrar en libertad. Por otra parte, jamás habría que darle crédito pues, como la gente sabe, el Diablo es el padre de la mentira. Entonces, todo resulta legítimo, desde la tortura a la condena en la hoguera. Sería absurdo aceptar que el error gozara de los mismos derechos que la verdad. Un razonamiento de esta clase se puede invalidar con una sencilla pregunta: ¿quién está en condiciones de distinguir lo verdadero de lo falso? En la práctica, los intolerantes, los que creen que no existe más Justicia que la suya.
Tercero.- Los modernos Estados de Derecho parten de una convicción opuesta: la verdad es relativa, y encierra matices. Es mejor ser prudente y desarrollar hábitos de tolerancia y duda. En materia penal, dado lo que se pone en juego, será necesario respetar al máximo las garantías del acusado. Condenar por simples sospechas, y sin base suficiente, convierte a los ciudadanos en culpables a los que cabe llevar a la cárcel por los delirios y deseos de venganza de los sectarios de cada momento. Es posible que, al final, tengan razón pero los mentecatos que siempre han existido han estado tan convencidos de que obraban bien que han sido capaces de los mayores desatinos. A la vista de ello, por la cuenta que nos trae, será imprescindible reclamar un buen Juez, que decida sobre pruebas no contaminadas por los prejuicios de la pública opinión.
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