Clamaba Segismundo en su prisión: “¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son”. Y bien razón que tenía; la historia de todas las generaciones que en el universo han sido se ha basado en percepciones completamente falsas de la realidad, en delirios. Al menos de manera intuitiva siempre lo hemos sabido, basta para constatarlo la influencia cultural en Occidente del “mito de la caverna”. Somos conscientes de que avanzamos a tientas y sobre los cimientos del error, no obstante los seguimos cometiendo una y otra vez. No escarmentamos.
El 9 de diciembre de 1484 el papa Inocencio VIII publicó la bula “Summis desiderantes afectibus” en la que comunicaba a los fieles: “recientemente ha venido a nuestro cierto conocimiento, no sin que hayamos pasado por un gran dolor, que en algunas partes de la alta Alemania, cierto número de personas de uno y otro sexo, olvidando su propia salud y apartándose de la fe católica, se dan a los demonios íncubos y súcubos por sus encantos”. A nadie se le ocurrió pensar que no regía bien, todo lo contrario, el sumo representante de Dios en la tierra no podía equivocarse en materia tan seria como la del pecado. Las consecuencias no tardaron en llegar, Europa se llenó de hogueras. A lo mejor no estaba loco, pero no interpretaba correctamente el mundo exterior, tenía malos sueños, y cuando la humanidad se dio cuenta no había tiempo para reaccionar.
En los años treinta del pasado siglo, “el padrecito Stalin”, en la cumbre de su poder, adorado como el Dios de la racionalidad y del desarrollo histórico por la mitad de la humanidad, decidió incoar los denominados “procesos de Moscú, arrojando al banquillo a los fundadores del estado soviético: Bujarin, Kamenev, Zinoviev y Radeck entre otros. Se les acusó del asesinato de Kirov, de estar al servicio de Alemania y de haber traicionado a la patria del comunismo. Las acusaciones era disparatadas, y desde luego Stalin no era tan crédulo como Inocencio VIII, pero las calles se llenaron de millones de manifestantes gritando: “muerte a los perros fascistas”. Fueron ejecutados a virtud de un delirio.
Actualmente, creemos que vivimos en el más sensato de los mundos, en la patria del progreso y la libertad. Sin embargo, cabría preguntarse si los paradigmas políticos en los que nos movemos, desde el pacifismo militante a las estrategias de la paridad, pasando por el papel representativo de los partidos políticos y la bondad de las autonomías territoriales, no se revelarán también falsos espejismos. Los hombres de todas las épocas se han creído sabios y justos, el tiempo ha demostrado que soñaban, eran simples ilusos.
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