martes, 18 de agosto de 2009

El mundo de las abejas

Las abejas siempre interesaron a los primeros estudiosos de la ciencia política. Frente al caos de las sociedades humanas, su mundo parecía caracterizarse por el orden y la perfección, hacían lo que tenía que hacer y punto, no se planteaban dudas. Es verdad que cabría objetar su falta de libertad, pero ¿qué es eso? Si sólo sirve para generar angustia, ¿qué utilidad puede tener? De manera bien soberbia, el gran arquitecto León Battista Alberti refiriéndose al hombre decía: "A ti ha sido concedido un cuerpo más gracioso que el de otros animales, a ti la facultad de realizar movimientos aptos y diversos, a ti sentidos agudísimos y delicados, a ti ingenio, razón y memoria como un dios inmortal". Pero nuestra miseria ha merecido siempre justificaciones grandiosas que no tienen por qué ser ciertas, en cualquier caso no podrán demostrarse jamás.

Recientemente, en nuestras librerías están apareciendo muy diversos trabajos relativos a la superación de la especie humana, Así, acabo de leer una fascinante novela de Bernard Beckett, “Génesis”, que plantea una sociedad dominada por la inteligencia artificial, próximo escalón de nuestro desarrollo evolutivo. Contiene un inteligente diálogo entre el último de los hombres, Adán, y una de las nuevas máquinas a la que le dice, creo recordar, lo siguiente: Yo soy capaz de emocionarme, lloro con facilidad, cosa que tú jamás podrás hacer. Y la contestación no dejaba de ser previsible: “Es que has sido programado en forma bien imperfecta”. Si la angustia, la enfermedad y la muerte constituyen rémoras del hombre, y en muchos sentidos evidentemente lo son, la prepotente respuesta del robot no admite ninguna discusión.
Muy pocas cosas nuevas hay bajo el sol, y es evidente que “Génesis” recuerda al “mundo feliz” de Aldous Huxley. En el clásico, nuestra especie sería superada mediante la ingeniería genética, mientras que ahora por la artificial. Pero el problema en esencia sería el mismo: la conciencia de libertad que nos sirvió para rebelarnos contra un mundo hostil, y transformarlo a la medida de nuestras necesidades, se revela ahora un inconveniente: nos crea expectativas irreales, y hace sufrir. ¿No sería mejor alcanzar la serenidad de la máquina? Si a la manera de las laboriosas abejas, nos limitamos a cumplir una función, y ese constituye nuestro único objetivo, el sentido de la diferencia que proporciona el ego individual carecería de razón de ser.

No hace falta esperar a un lejano futuro para plantearnos el problema de la conciencia individual. Si basta con un psicofármaco, un vulgar antidepresivo, para cambiar al funcionamiento de nuestro cerebro; siguiendo a Eduardo Punset cabría que nos preguntásemos ¿dónde está ya el alma? La verdad es que deseo tenerla.

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