Las ideas simples suelen ser peligrosas, entre otras razones, porque se extienden con facilidad y resultan difíciles de combatir. Actualmente, en nuestro universo político, se viene desarrollando una que tiene enorme fuerza: la de la democracia paritaria. Su explicación es bien clara, el sistema político occidental se habría construido sobre un modelo falso de representación, el del elector neutro, obviando la profunda diferencia entre hombre y mujer. Lo que conduce a la injusticia de que el sexo femenino, en la mayoría de los países más del 50% de la población, participe en las instituciones políticas, y singularmente en las Asambleas Legislativas, muy por debajo de su peso social.
La solución sería muy sencilla, bastaría con utilizar la legislación electoral para imponer en las listas de los partidos políticos la presencia igual de hombre y mujer, pues sólo cuando se consigue una representación equilibrada de género se llega a una auténtica democracia. Y así se ha hecho en más de una comunidad del estado español. Para los partidarios de tal idea, su planteamiento no podría ser más progresista con lo que inmediatamente arrojan a las tinieblas a todo lo que se les oponga. Curiosa paradoja esa del progreso desde el momento que su utilización puede servir para invalidar objeciones dotadas de racionalidad y sensatez.
A partir de la Ilustración, Occidente ha vivido bajo el dogma de que sobre el estado de la sociedad cabía adoptar dos posturas, perfectamente descritas por Hobsbawm: "la de quienes aceptaban el rumbo que el mundo seguía y la de quienes no lo aceptaban; en otras palabras, los que creían en el progreso y los otros". A las alturas del siglo XXI, tal pretensión se nos antoja esencialmente falsa si se tiene en cuenta la vocación de modernidad con que se presentaron los totalitarismos europeos. El progreso no es eterno ni indefinido, como creían los ilustrados, o al menos no han podido encontrarse pruebas evidentes de que lo sea. En consecuencia, una idea nueva es simplemente eso, nueva, lo que no evita que pueda ser considerada incorrecta, incluso pura y simplemente reaccionaria.
Es evidente que la mujer ha ocupado una posición subordinada en la vida privada, también en la pública, hasta tiempos bien recientes, lo que es radicalmente injusto. En la culta Suiza, por ejemplo, el reconocimiento del sufragio femenino no tuvo lugar hasta muy entrado el siglo XX. Sería lógico, por tanto, que en las sociedades más refinadas y sensibles, como pretenden serlo las occidentales, se acuda a medidas de discriminación positiva para remediar esa situación de inferioridad. No sería nada extraño, de hecho en un país tan liberal como los Estados Unidos se utilizaron técnicas de esa clase con el objetivo de eliminar la segregación de la población de color. Así, la obligatoriedad de respetar cuotas electorales para fomentar la participación política de la mujer podría ser positiva siempre que se concibiese con un carácter temporal.
Cosa bien distinta significaría cambiar por las buenas de sistema político. La civilización occidental ha construido un modelo de representación basado en la radical igualdad de todos los seres humanos con independencia de cualquier circunstancia personal o social. Se trataba de superar la concepción feudal que prescindía del individuo para tener en cuenta el orden, la clase o la corporación a la que pertenecía. La Revolución francesa consagró la idea de que “todos los ciudadanos pueden ejercer toda clase de funciones, sin más distinción que la de las virtudes y el talento”, antes no hubiera sido posible desde el momento en que el destino quedaba determinado por el origen de generación en generación.
Vivimos en una sociedad política cuyos principios quedaron establecidos hace ya doscientos años. Entre ellos, el de que entre el hombre y la mujer no existían diferencias puesto que ambos eran capaces de utilizar el instrumento que distingue a todos los seres humanos sin excepción: el racional. De buenas a primeras tal idea se pretende obsoleta, y el sexo se convierte de nuevo en marca de referencia. No deja de ser peligroso tal intento, ¿por qué los musulmanes, cerca del 10% del electorado en Francia, no podrían entonces sostener que la religión es el único factor real de distinción? Después, podrían venir los enfermos y las minorías raciales y así hasta el infinito. Entre unas cosas y otras, al final nos cargaríamos el sistema parlamentario, en forma eso sí perfectamente progresista.
La verdad es que la vuelta a regímenes corporativos no nos parece demasiado sugerente.
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