Durante siglos, los seres humanos carecieron de algo semejante a un derecho a la intimidad, es decir, a un mundo personal cerrado al conocimiento de los demás. Poderosas razones psicológicas sirven para explicarlo: En primer lugar, en un mundo dedicado a Dios, se entendía que lo oculto era pecaminoso. Por otra parte, el campesino, que representaba a la inmensa mayoría de la población, era pobre y de una incultura próxima a lo primario. Podía decirse que no existía, pues nada de carácter intelectual le era propio, ¿cómo iba a reconocérsele algo semejante a un derecho a pensar o sentir con relevancia? Se trataba de seres que habitaban en inmundas covachuelas, cuyo único objetivo era subsistir y, mientras, servir a su señor. Su mundo propio no se consideraba merecedor de protección por el derecho.
Podría sostenerse que la intimidad pertenecía sólo a los poderosos. Pero, en el fondo, ni siquiera esto. La distribución de las fortalezas del medievo, después la de los palacios señoriales que reflejan el modo de vida de los grandes de la tierra hasta finales del siglo XVIII, no estaba destinada a preservar la de sus moradores. Observemos uno de los más representativos símbolos del absolutismo, Versalles. No existen pasillos, se carece de espacios reservados pues las estancias se suceden una tras la otra mostrando su grandeza sin tapujos. Es el centro de la Corte francesa que propiamente no vive allí, lo que hace es participar en una representación, la de su propia majestad. Se trata de un espectáculo en el que cada uno tiene un papel aprendido desde la cuna. Su misión era exhibirse, desempeñar adecuadamente una función que debía repetirse intacta desde el comienzo de los tiempos.
Durante mucho tiempo, el mundo fue una inmensa casa de muñecas en donde se danzaba, rezaba o moría de la manera que lo habían hecho los antepasados, pues la individualidad carecía de sentido. Las revoluciones burguesas establecieron, por fin, el derecho a la intimidad, que era tanto como reconocer el valor de una zona de nuestra personalidad caracterizada por el carácter libre de pensamientos y actos, que no queremos que sean conocidos porque son distintos a los de los demás. Las Declaraciones de Derechos de las colonias norteamericanas establecieron la búsqueda de la felicidad como el objetivo esencial de la vida política.
A partir de entonces, se distinguió perfectamente el mundo de lo público del de lo privado, que sería inaccesible a los demás en cuanto destinado a la realización personal. Todo el ordenamiento jurídico desplegaba sus efectos para la protección de esa esfera. Han pasado escasamente dos siglos, y la intimidad parece de nuevo encaminada a la desaparición aun cuando sólo fuere por la inexistencia de mecanismos adecuados para su salvaguarda. Da la impresión de que los medios de comunicación, el factor más fuerte de despersonalización en nuestra época, hubiesen llenado el mundo de nuevas casas de muñecas para representar distintas comedias, tristes algunas, otras alegres, destinadas a la distracción y al entontecimiento del público.
Desde luego, también las hay especialmente horteras como la que, al parecer, se ha creado en Marbella. Allí, el espectáculo ha estado bien servido. Un alcalde cincuentón que, desde el momento de su elección, se considera triunfador con derecho a proclamar musa de la ciudad a una cantante folklórica, a la que después hace su amante y la pasea a caballo por El Rocío, todo muy estético desde luego. Unos ediles que concebían la política como un instrumento para proporcionar regalitos a los ciudadanos a cambio, eso sí, de enriquecerse a costa del erario público, sin olvidar a unas cuantas vampiresas entradas en años que veían pasar bolsas de basura llenas de dinero como si fuera una cosa de todas los días.
Y todo ello, sin olvidar a una ciudadanía encantada de salir todos los días en los periódicos gritando ¡guapa, guapa! a la protagonista de turno, fuere cantante, política o, simplemente, tonta.
Julián Muñoz y demás compañeros podrán ser responsables jurídicamente de todo el desaguisado, los tribunales lo dirán. Pero, desde luego, difícilmente lo serán moralmente. Se han comportado como seres patéticos, niños con zapatos nuevos encantados de jugar a estadistas y héroes, y que sólo suscitan piedad. Se han creído la obra que estaban representando, cuyo guión desde luego no habían escrito. La única responsable es nuestra sociedad, que no puede vivir sin la correspondiente dosis de espectáculo y circo, y que ha olvidado no sólo lo que es la moralidad y la decencia, sino también el buen gusto.
Cuando las televisiones, el único instrumento de información que actualmente consumen las masas, se dedican día tras día a jalear este tipo de personajes como si fueran honorables y serios es evidente que no podía esperarse cosa distinta de la que finalmente ha ocurrido.
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