El pensamiento de Ortega es elitista pero eso no puede servir para desecharlo sin más. Hoy día, más que nunca, siguen teniendo vigencia sus consideraciones sobre una multitud que, “sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad. Como se dice en Norteamérica, ser diferente es indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto”. Si le reconocemos legitimidad para imponer sus criterios, más pronto que tarde, desaparecerán los seres independientes, es decir, los que son capaces de formar su pensamiento al margen de lo que decidan los demás. Es muy posible que las corrientes subterráneas de la historia, si es que existen, nos estén llevando hacia una revolución química y biológica en la que se redefinan conceptos, tenidos por esenciales, como el de la libertad. A lo mejor es mucho más eficiente un cerebro colectivo que el defectuoso y débil individuo que ha existido hasta hoy.
Si así fuere, a los seres a punto de la extinción, a la manera de achacosos neandertales, nos quedaría el recurso de alzar la voz. La revolución en las comunicaciones está imposibilitando una defensa adecuada, al menos en el tiempo, de nuestros derechos a la salvaguarda de la intimidad y el honor, que son los que definen la individualidad. La “red” es tan veloz que la protección diseñada por un ordenamiento jurídico que nace con la codificación y las revoluciones burguesas en el siglo XIX se ha quedado vieja. Y si las acciones procesales en restablecimiento de nuestro derecho han perdido su eficacia, a medio plazo no habrá nada que hacer: tendremos que convivir con el mal gusto y la envidia en nuestra vida diaria, que pretenden uniformarnos en la mediocridad.
En nuestro inconsciente, están profundamente enraizados la alegría por el mal ajeno, el sadismo y la morbosa curiosidad por los secretos de los demás. La red permite satisfacer todo esto con eficacia y sin riesgos, pues el anonimato tiene una fuerte posibilidad de mantenerse. Un nuevo totalitarismo está triunfando, quizá el más peligroso de todos, porque técnicamente no lo es, al menos desde la ciencia política clásica; es divertido, y está basado en el bienestar y la capacidad económica. Es una dictadura que no envía a la cárcel al disidente, todo lo contrario su objetivo final sería conseguir tratarlo como un enfermo al que habría que atender con comprensión para recuperarlo.
La personalidad individual es impotente ante una civilización de la mayoría mediocre e inculta, que se complace en la eliminación de la originalidad con el cínico pretexto de la libertad. Como diría Burke, la tiranía de la inmensa mayoría no es más que una tiranía multiplicadora. Cuando todo el mundo piensa igual, distinguirse es peligroso.
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