Una de las mejores novelas del siglo XX español es sin duda “San Manuel bueno, mártir” de Miguel de Unamuno. Es la historia de un párroco dedicado con fervor a su ministerio sacerdotal, próximo a los más necesitados y querido por todos. Cercano a la ancianidad, se reconoce poseedor de un angustioso secreto: en realidad ha dejado de creer, no puede aceptar la idea de un Dios que tolera el mal. Sin embargo, apartarse de la Iglesia significaría reconocer que el universo carece de sentido, no puede dejar a sus feligreses sin esperanza, y finge hasta el final. Muere como un santo, quedando para siempre como un ejemplo de vida y de fe. La verdad es que un creyente inteligente tiene que dudar, lo que implica una existencia en tragedia.
Existen muchos dioses en los que creer, así en los años sesenta y setenta la generación de jóvenes españoles que tuvo noticia del mayo francés de 1968, y protagonizó la lucha contra los estertores del franquismo, estuvo también marcada por la fe, aunque una de carácter laico: el Estado de Derecho, la conquista de la democracia y un universo construido desde el combate ideológico constituían sus pilares fundamentales. Muchos terminaron en la cárcel, algunos incluso, caso de Enrique Ruano, perdieron la vida. Sin embargo, lucharon con la pasión propia de los iluminados: los buenos estaban a un lado y los malos al otro, entonces no era posible dudar. Han pasado los años, quizás demasiados, y muchos de aquellos chicos han dejado de creer. Como diría un marxista, las ideas son simples superestructuras, lo malo es que, debajo de ellas, ahora sólo se ve deseo de poder, ambición, violencia y sexo: los impulsos que en todo tiempo han dominado a los seres humanos.
La lucha política fue el gran motor de aquella juventud. Sin embargo, en el fondo es legítimo pensar que lo único que mueve realmente a los que la practican es el instinto de supervivencia, el dominio sobre otros hombres y el universal deseo de ser reconocido y amado. Todo lo demás son zarandajas a utilizar a la mejor conveniencia de unos y otros. Es verdad que la historia ha supuesto un largo camino por la ampliación de la titularidad del poder, desde una ínfima minoría hasta su asunción por las masas, es decir por la totalidad. Y ahora puede verse lo que realmente se pretendía, que nadie fuera más que nadie: un simple problema de competitividad animal.
Sin embargo, la historia del hombre no puede entenderse sin los sueños, incluso de los revestidos de ciencia y racionalidad. Y como, hoy por hoy, no hay alternativa al sistema, será preciso seguir luchando por él. Personalmente, he dejado de creer incluso en las elecciones, pero para morir en santidad, cosa que nunca viene mal, fingiré que sigo interesado en ellas. Ser canonizado no deja de ser estimulante.
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