Se ha dicho que los occidentales nos hemos acostumbrado a vivir con la sensación de que el tiempo va a alguna parte. ¿Y si no fuera a ninguna? La idea del progreso no constituye más que el reflejo creado por los científicos racionalistas de la Ilustración del concepto judeo cristiano de la redención. Todo tendría un final consolador: el destino sería siempre positivo, pues la tranformación de la naturaleza nos garantizaría la inmortalidad, que no es cosa distinta a la felicidad. Paradójicamente, el marxismo constituyó la exposición más lograda de una doctrina que tenía un origen religioso, y que ha dado sentido a nuestra vida en los últimos siglos.
El tiempo funcionaría como una flecha, que avanza en dirección conocida, por oposición a la visión cíclica o circular de las culturas paganas según las cuales la vida carecería de historia lineal, pues estaríamos condenados a repetir una y otra vez los mismos sucesos. Observemos la propia idea del individuo: al revés de lo que especulan los antropólogos, ha triunfado desde que se aceptó que gozaba de una existencia independiente frente a la colectividad. El hombre sólo empezó a serlo cuando pudo formar sus convicciones con independencia de la autoridad temporal o religiosa. Todavía, en algunos países africanos, el alma de la tribu sigue condicionando el comportamiento de cada uno de sus miembros.
En Europa la revolución individual tuvo lugar cuando se impuso la idea de tolerancia, se garantizó la propiedad privada, que permitía gozar de un espacio inmune al control de los demás, y los libros contribuyeron al surgimiento de unas clases ilustradas que hicieron de la originalidad el objetivo último de su existencia. Sin embargo, sólo partiendo de la idea del eterno retorno puede comprenderse lo que ocurre en la actualidad: bajo una aparente profundización en la autodeterminación personal, la aldea global nos impone la uniformidad. Si el destino de la humanidad fuese convertirse, como se ha dicho, en una eficiente máquina, no podría haber nada más racional que la supresión de la diferencia. Las libertades burguesas podrían haber constituido un importante elemento en la sustitución de una sociedad estancada y sin capacidad para generar riqueza por otra apta para la producción de bienes y servicios ilimitadamente, transformando el universo.
La exaltación del individualismo habría sido necesaria en ese momento de transición desde un punto de vista estrictamente objetivo, pues la capacidad de sufrimiento del hombre le impelía a rebelarse, protestar, y crear una comunidad que funcionase sin ataduras. Pero, conseguido el progreso, ¿para qué la libertad? Seres iguales, pulcros y correctos, algo bobos también todo hay que decirlo, se adueñan del mundo. El disentimiento será inútil y peligroso.
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