Gracias a mis hijos, he leído recientemente dos novelas históricas de Pablo Víctoria que me gustaría recomendar: “El día que España derrotó a Inglaterra” y “España contraataca”, dedicadas a las hazañas de dos de nuestros militares del siglo XVIII, Blas de Lezo y Bernardo de Gálvez. Si quieren pasar un rato entretenido, y recrearse en la historia de este país, sintiéndose, al mismo tiempo, orgullosos de compartir su identidad, no dejen de comprarlas. Cuando los franceses disfrutan leyendo a Michelet, y los ingleses a Walter Scott, nosotros también tenemos derecho a soñar aunque el momento no parezca muy adecuado para los nacionalismos. Por desgracia, hace ya dos siglos, desde la derrota de Trafalgar, vivimos con un complejo de inferioridad que no conseguimos superar.
Podría resultar curioso que una obra de carácter épico en honor de los españoles estuviese escrita por un colombiano. No es extraño, basta con utilizar “youtube” para escuchar, por ejemplo, una apasionante conferencia de Carlos Alberto Montaner, en Miami, sobre la Hispanidad o sintonizar diariamente con Jaime Bayly, para constatar que en ciertos sectores se viene reivindicando intensamente lo español. Hay una razón lógica para ello: el despertar de los indigenismos, que en Bolivia, Venezuela, Ecuador y otros estados reniegan de una civilización que proporciona un sustrato lingüístico y cultural común a cuatrocientos millones de personas. Los antiguos criollos se defienden, entonces, proclamándose dignos herederos nuestros. Y, como siempre, aquí no tenemos pajolera idea de lo lo que ocurre, ni nos interesa. Así nos va…
Constituye ya un tópico afirmar que España fue derrotada por la modernidad, lo que puede haber motivado el desapego de los progresistas hacia nuestras propias raíces. Es una pura y simple memez: se puede ser de izquierdas, comunista, catalanista incluso, y al mismo tiempo enorgullecerse de una común herencia. Azaña señaló que él era un patriota porque serlo no significaba otra cosa que “luchar por el aumento y conservación de ese caudal de belleza, de bondad y libertad, en suma, de cultura, que es lo que nuestro país, como cada país, aporta en definitiva a la historia como testimonio de su paso por el mundo”.
Don Manuel Azaña tenía una magnífica cabeza es indudable, lo que por desgracia no es muy frecuente en España. A veces dan ganas de hacerse malgache y reaccionar a la manera de Estanislao Figueras, un buen catalán por cierto, cuando, al dimitir de la presidencia de la Primera República, se marchó a París diciendo que “estaba hasta los cojones (sic) de todos ustedes”. Él sufrió la época de los cantonalismos, a lo mejor hubiera reaccionado más vivamente si hubiera conocido la España de hoy.
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