Decía Michelet que la Iglesia había concedido a Satanás "una herencia demasiado bella, el monopolio de la risa". Era lógico, en un mundo marcado por la desgracia, la alegría se convertía en sospechosa. Solamente los simpatizantes del demonio podían permitirse el lujo de reír. El gran historiador francés lo sabía perfectamente, no en vano, junto a sus trabajos sobre la Revolución de 1789, era autor de un librito, “La bruja”, en el que narra la persecución de esas pobres mujeres víctimas de “la fascinación de sus ojos, peligrosos tanto en amor como en sortilegios”.
Durante siglos, los valores dominantes fueron partidarios de la tristeza. Los seres bondadosos tenían que ser responsables y serios, lo contrario sería pura y simplemente un escándalo. Poco a poco, sin embargo, la rebelión del hombre frente a una naturaleza inclemente, y contra unas instituciones sociales que le enseñaban a aceptar el mal como una parte del plan del Creador, se manifestó en la afirmación como derecho de algo que no constituía más que una aspiración reprimida: la felicidad. Una larga historia había enseñado que los hombres mueren y no son felices. La muerte es inevitable, pero la desgracia no. En consecuencia, las instituciones sociales deberán estar dirigidas exclusivamente al servicio del bienestar del ser individual.
Tal conclusión supuso un cambio esencial en la historia del hombre, dándole una vitalidad que impulsó a la transformación de la sociedad, a la creación de comunidades que perseguían el progreso. Si no existe una justificación desde la eternidad para el dolor humano, su vida en la tierra debe dirigirse al bienestar. Como dice Roland Mousnier, sirviéndose de palabras de Tomás Moro, si "nuestros sentidos nos dan a conocer que estamos en la tierra para la felicidad, es decir, para el placer: debemos empezar por decirnos a nosotros mismos que lo único que debemos hacer en este mundo es conseguir sensaciones agradables. El placer es un derecho". Se podía ser un “buen cristiano” y no por ello ser triste.
Aun admitiendo que el Creador hubiere tenido otra intención, lo cierto es que el universo es claramente imperfecto. Y si la naturaleza hace al hombre infeliz y desgraciado, y no existe prueba alguna de que Dios quiera esto, resulta elemental la necesidad de rebelión y mejora. Es verdad que el escepticismo sobre la capacidad del ser humano para conseguir tal objetivo ha sido constante en la historia del pensamiento, Ya Pascal advirtió que efectivamente "buscamos felicidad pero no hallamos más que miseria y muerte".
En la Europa del XVIII, la frivolidad se convirtió en una forma de liberación. En materia sexual, por ejemplo, la aceptación intelectual del erotismo, es decir, de la posibilidad de unir placer y amor caracterizó a los libertinos y la lectura de libros como “La princesa de Cléves”, “Les liaisons dangereuses” o “Manon Lescaut” constituyó una forma de entender el mundo de una manera no trágica, alegre, incluso “inmoral”. Y cuando, aunque fuera a escondidas, los cortesanos empezaron a aficionarse a publicaciones de este género, protegiendo a sus autores, la idea de que era posible divertirse en la vida empezó a parecer una cercana posibilidad. Incluso, la depravación sexual y la pornografía llegaron a formar parte de las publicaciones de la época.
Lo profano y lo sagrado se iban a convertir en mundos separados. Podría ser más o menos moral o grosero reírse de las cosas divinas pero, si se hacía, Dios no podría sentirse ofendido porque su reino no es de este mundo y sería infantil creer que pudiera enfadarse. Parece elemental, pero es lo que nos diferencia de los fanáticos musulmanes que condenan a muerte por burdas chiquilladas de una sociedad que simplemente quiere divertirse y olvidar. La intolerancia constituye una pura imbecilidad que, por desgracia, es frecuente también en países cristianos. Así, en España, prolifera últimamente un tipo de imbécil que encierra fuertes dosis de peligrosidad: el nacionalista radical.
Hoy día, resulta enormemente arriesgado reírse de las danzas protocolarias que acompañan a cualquier acto oficial del lehendakari, de la obsesión de los catalanes por sus derechos históricos o de la profundidad intelectual de los inventores de patrias, incluso de la nuestra. Sin embargo, todo ello es ridículo y, si no nos reímos, nos convertiremos en unos seres temerosos, acomplejados y, más pronto que tarde, enormemente tristes. Me parece que, entre tantos chalados, habrá que reivindicar de nuevo una buena alianza con el Diablo. Las sanas carcajadas nunca vienen mal.
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