El art. 29 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano incorporada a la Constitución francesa de 1793 establecía: "Un pueblo tiene siempre derecho a revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no puede someter a sus leyes a las generaciones futuras". Es lógico, ni la eternidad ni la perfección son propias de los hombres y resultaría pueril pretender haber encontrado las normas definitivas capaces de regular las instituciones humanas de una vez y para siempre. Por el contrario, todos los textos legales son susceptibles de cambio y podría ser perfectamente legítimo, en consecuencia, abordar un proceso de modificación del Estatuto de Autonomía para Andalucía, como parece pretenderse desde diversos sectores. Sin embargo, ¿es prudente en este momento?
A pesar de la enorme irresponsabilidad que a veces parece mostrarse, no sería posible olvidar que Andalucía forma parte de un Estado cuya precisa articulación territorial está aún por decidir. La introducción de cualquier factor imprevisto en el proceso autonómico puede repercutir inmediatamente sobre el conjunto del sistema.
No se trata de un juego, se quiera o no Euskadi está todavía por encajar en el conjunto del Estado. Y el problema no puede radicar en mostrar la suficientes dosis de rapidez o picardía para ser los primeros o segundos en llegar a un determinado techo competencial. Estamos hablando de la forma del Estado español, que no parece muy inteligente modificar sin saber previamente hacia dónde nos dirigimos.
Cuando se habla de asimetría, determinados sectores parecen escandalizarse como si ello implicara la aceptación de una discriminación particularmente hiriente por injusta e insolidaria. No se trata de eso, se quiera o no la recuperación de las libertades públicas en España estuvo condicionada, en materia autonómica, por el hecho de que determinadas regiones, singularmente la vasca y la catalana, habían gozado durante la II República o la Guerra Civil de un estatuto territorial diferenciado como consecuencia de su personalidad histórica. La reacción del franquismo que llego a calificar en algún instrumento normativo como "provincias traidoras" a Vizcaya y Guipúzcoa hacía imposible que la Democracia dejara de abordar el problema, y así se hizo.
Sin embargo, el hecho nacional es eminentemente psicológico. Una Nación existe en la medida en que se siente como tal, por considerarse diferente. En este sentido, la generalización del proceso autonómico ha podido condicionar la actitud de determinadas fuerzas políticas de carácter nacionalista permanentemente necesitadas de factores de distinción. ¿Si todos somos iguales, cómo se explicita que constituimos una nacionalidad? Desde un punto de vista estrictamente jurídico, sería fácil deducir que el nivel de competencias de los catalanes en la II República era sustancialmente inferior al actual; sin embargo de nada serviría una conclusión de esta clase si el resto de las regiones se hubiera elevado hasta alcanzar la misma posición territorial.
No podemos transformar un problema constitucional en una competición deportiva o en un juego demagógico dirigido a explotar permanentes agravios comparativos.
La Autonomía andaluza fue abordada en su momento por nuestra clase política de una manera singularmente inteligente. Se trataba de extender la democracia, acercar los centros de decisión a los ciudadanos, nunca fue concebida de otra forma pues no existía un problema "nacional". Es evidente que puede resultar perfectamente legítimo plantear en cualquier momento la reforma de nuestros instrumentos normativos, y a lo mejor es el momento de hacerlo. Sin embargo, siempre será conveniente tener en cuenta que en el camino no estaremos solos y que lo que hagamos no dejará de influir en el conjunto del Estado. Lo simétrico o asimétrico del resultado a lo mejor no es el problema principal...
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