La
historia se repite dos veces, y no
siempre la segunda es cómica. En ocasiones, son ambas igual de trágicas. ¡Qué
idiotas hemos sido los occidentales! Hace cerca de ochenta años que terminó la
segunda guerra mundial. Hemos conquistado el Estado del Bienestar y conseguido
las mayores cotas de igualdad y de justicia social de todas las épocas, pero lo
hemos desperdiciado en querellas infantiles, la mayoría de las veces sin
sentido. Ahora, es el momento de lamentarse con Jorge Manrique: sí, ¡cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado, da dolor; cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo
pasado, fue mejor”. Hemos echado por la
borda lo que teníamos, y era mucho, gobernados en los últimos tiempos, al menos
en España, por niños irresponsables jugando a las casitas que no son capaces de
ponerse de acuerdo ni en lo más esencial. Es asombroso, pero así parece por lo
menos a la hora en que escribimos estas líneas.
No es la primera vez, desde luego, que pasa una cosa
así. La peste, sobre todo la denominada “negra”, se ha abatido sobre Europa en
numerosas ocasiones, y en Sevilla queda algún grabado, creo que en el hospital
del Pozo Santo, que recoge el transporte de cuerpos de apestados desde el de las
Cinco Llagas (actual sede del Parlamento de Andalucía). Jean Carpentier y
François Lebrun en su Breve Historia de Europa, nos ofrecen, un relato
ciertamente impactante del origen de la de 1348: "Asediados en una ciudad
de Crimea, los genoveses habrían sido víctimas de una verdadera guerra
bacteriológica, dado que sus adversarios tártaros habrían lanzado cadáveres
apestados por encima de las murallas de la ciudad. Los navíos italianos traen
luego el mal hacia el oeste: a Constantinopla donde se difunde a las islas del
mar Egeo, a Grecia, desde donde se distribuye por los Balcanes; a Sicilia,
Venecia, Génova y Marsella desde donde la epidemia invade ya, a finales de
1347, al conjunto del continente, que asolará en un período de cuatro o cinco
años".
La memoria colectiva conservó
su recuerdo durante siglos. Y mantuvo su influencia en la literatura y el arte
occidental incluso durante los siglos XIX y XX, basta recordar Los novios
de Manzoni o La peste de Albert Camus. La atmósfera de terror que generó
permanece aún en el inconsciente de nuestra civilización, y se refleja en obras
tan relativamente recientes como El país de las últimas cosas de Paul
Auster o Ensayo sobre la ceguera de Saramago, sin que se pueda olvidar El
diario del año de la peste cuyo valor documental es enorme por estar
escrito por un contemporáneo de la londinense del siglo XVII, por lo que su
redacción podría considerarse de carácter casi periodístico (ciertamente su
autor tenía entonces sólo cinco años). La peste ha sido uno de los grandes traumas de
la humanidad y no es extraño si se tiene en cuenta que sus efectos llegaron a
poner en peligro el equilibrio demográfico del continente europeo.
Como nos dice Barbara W.
Tuchman, en su excepcional obra A distant mirror: The Calamitous 14th Century,
traducida al español como Un espejo lejano: "Para el pueblo en
sentido amplio no cabía sino una explicación: la ira divina...Una calamidad tan
abrumadora y despiadada, desprovista de causa visible, sólo podía concebirse
como el castigo que el Ser Supremo aplicaba a los pecados humanos. Inclusive
tal vez fuera la muestra de su definitivo desengaño”. Para aplacar la cólera de Dios todo era poco:
se ordenó el cese del juego y la
prohibición de la bebida. Igualmente se castigaron con rigor las maldiciones y
la blasfemia. Los religiosos animaron
compulsivamente al desarrollo de procesiones penitenciales de toda
especie; lo que, en la práctica, contribuyó a la diseminación de la enfermedad
en una atmósfera apocalíptica.
Los seres humanos meten la pata una y otra vez, y es
cierto que muchas veces, sobre todo cuando de una catástrofe natural se trata,
no son responsables de lo que ocurre. Pero que un gobierno de coalición haga
esperar toda una tarde a los angustiados españoles sin ponerse de acuerdo sobre
las medidas a adoptar, cuando parece que se debe en gran medida a la actitud
obstaculizadora de dirigentes autonomistas, ¿hasta dónde vamos a aguantar? Los
independentistas han causado un dolor sin límites, poniendo en peligro los
sueños y la conciencia de pertenencia de muchos andaluces, españoles en
general, que tanto amamos a Cataluña, ¿quieren ahora condicionar también
decisiones elementales que afectan a nuestra supervivencia y salud? Si fuera
así, sería unos sinvergüenzas
Las grandes crisis del siglo XX, la depresión de
1929, las dos guerras mundiales, “la caída de las torres gemelas”, otras
también, han dado lugar a agitaciones
que han transformado el mundo. Siempre pasa, y, si salimos de ésta, dentro de
unos años nos encontraremos con un escenario muy distinto al actual, tanto el
empleo como la industria y las relaciones laborales puede que experimenten cambios
esenciales. Nuestro país sin duda se verá afectado y mucho. Ojalá no tengamos
que lamentarnos de la imprudencia y el descaro de unos independentistas a los
que sólo les importan las propias posiciones de poder, mientras se pavonean con
inmaduras operaciones de propaganda e indudable dosis de chulería.
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