miércoles, 18 de marzo de 2020

En defensa de Juan Carlos. El Mundo. Madrid


“Entre la justicia y mi madre, prefiero a mi madre”, la frase da medida de la categoría moral de Albert Camus. En su polémica con Jean Paul Sartre y los activistas franceses de mediados del siglo pasado, puso de relieve que no hay exigencia ética superior que la que debemos a  quienes amamos, sobre todo si constituyen nuestra patria. Combatir por una abstracción a veces es fácil, se queda como un héroe de cara a la galería si te matan. Sin embargo, los gestos teatrales rebeldes pueden esconder una cobardía moral. Hay quienes son capaces de morir por una idea, y son valientes. Muchos otros, con las espaldas bien aseguradas, pretenden demostrar un coraje inexistente amparándose en los tópicos bienintencionados de la mayoría social. Pueden querer aprovecharse de la situación, ser viles incluso.

AL Rey Juan Carlos los militantes del PCE lo apodábamos “El Breve”, su escaso interés intelectual y apoyo franquista parecían condenarlo a la inconsistencia de una página perdida de la historia. No fue así, hay que reconocer que la transición no hubiera sido posible sin él. Es más, fueran cuáles fuesen sus incidencias completas, el golpe de estado de Tejero hubiera triunfado sin su oposición, pues la mayoría del ejército estaba con los sublevados. Si hubiera querido le bastaba con haberse callado la noche del 23 de febrero de 1981, desde Milans del Bosh hasta Armada, los “pesos pesados” de nuestra milicia, querían destruir la  democracia. Bien aconsejado o por propia iniciativa, se enfrentó a ellos y nos salvó.

Independientemente de lo que sostengan opiniones doctrinales minoritarias, ciertamente respetables, Juan Carlos, durante todo el período de su reinado, estuvo protegido por la prerrogativa de la inviolabilidad del artículo 56.3 de la Constitución española. Es decir, no está sujeto a responsabilidad. Ciertamente, como todos los gobernantes, está sujeto al juicio de la historia. También era irresponsable Luis XVI y fue llevado a la guillotina. Pero en los cambios revolucionarios no se juzgan las actitudes personales sino el símbolo que representan. No es una crisis de esa índole la que vive España, ni es posible reconocer a Robespierre o a Saint Just, más bien a populistas malcriados. Son niños que están jugando con fuego, desde luego, porque los estados se vienen a pique cuando los dirigen mentecatos.

No es posible eludir que Juan Carlos tiene, y ha tenido, responsabilidad moral por sus actos. Se puede ser un una persona simpática, bonachona y ocurrente, como es el caso, e incidir al mismo tiempo en actitudes poco prudentes, incluso reprochables desde la ética, es cierto. Hay una cosa elemental, sin embargo: no cabe realizar un análisis sin tener en cuenta los usos de la época, sus costumbres. Es decir, utilizando terminología jurídica, sin considerar la realidad social del tiempo en que fueron realizados los  actos. Gracias al Rey emérito, España consiguió una ventajosa posición en las relaciones con las monarquías petroleras y  eso hace años podía implicar lo que implicaba. Es imposible juzgar, ni siquiera moralmente, de manera retroactiva.

En el derecho británico hay una máxima bien utilizada por William Blackstone: the king can do not wrong, el Rey no puede equivocarse, que significa sutilmente algo superior a la inviolabilidad. Implica la ficción de que la actuación del Monarca siempre es justa. Podremos estar equivocados, pero si un régimen quiere sostenerse será necesario que los súbditos lo acepten aunque tengan dudas. Pascal decía que en España no existía la piedad. Por la cuenta que nos trae, más vale que en este caso la tengamos

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