martes, 25 de febrero de 2020

La tiranía de la mayoría. ABC. Sevilla


La Revolución francesa supuso la creación de un mundo en el que todavía estamos viviendo, y que consagró el gobierno de los hombres sobre criterios de libertad y de mayoría, pues no había ningún ciudadano que fuera  más que otro. La democracia, el poder exclusivo del pueblo, fue una aspiración sacralizada desde entonces. Si alguien plantea alguna objeción, será arrojado inmediatamente a los infiernos. Pero como diría el brillante Yuval Noah Harari tal idea no es más que una ficción, bien hermosa desde luego, que carece de posibilidad de prueba. La historia ha demostrado que un poder sin límites, por legitimado que estuviese el que lo ejerciese, es siempre peligroso. Como decía Alexis de Tocqueville, “mientras la mayoría está dudosa, se habla, pero desde que se ha pronunciado irrevocablemente, todos se callan y amigos y enemigos parecen entonces uncirse a su carro de común acuerdo. La razón es sencilla: no hay monarca tan absoluto que pueda reunir en su mano todas las fuerzas de la sociedad y vencer las resistencias como lo puede hacer una mayoría revestida del derecho a hacer las leyes y ejecutarlas”

 En la misma Francia, los sucesos de la Convención en 1793, con su espectáculo de sangre y maldad,  demostraron que las dictaduras populares pueden degenerar en puro y simple terror.  El miedo a disentir de los demás lleva a una obediencia ciega, que imposibilita la crítica. Y el futuro nos depararía episodios como el alemán nacionalsocialista, que pondrían trágicamente de relieve que el hecho de ostentar la mayoría de votos no es garantía de bondad ni de justicia.  El franquismo, por ejemplo, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, llegó a contar con el asentimiento del pueblo. ¿Nos dice algo eso desde un punto de vista ético?

En cualquier caso, el poder de la mayoría, a lo largo de los siglos XIX y XX, ha determinado una relevante política de transformación social inspirada en la necesaria superación de la miseria y desigualdad de los hombres. Fue protagonizada por movimientos ideológicos de indudable carácter marxista o anarquista, también por sociedades cristianas, incluso meramente por personalidades  bondadosas ¿Quién podía oponerse al gran Víctor Hugo cuando ante la Asamblea Legislativa el 9 de julio de 1849 describía la situación de la clase trabajadora?:"En París, en los arrabales de París, donde el viento de la revuelta soplaba con tanta fuerza no hace mucho, hay calles, casas, cloacas, donde familias enteras viven amontonadas, hombres, mujeres, muchachas, niños, sin más lecho sin más mantas, incluso diría, sin más vestimenta que jirones infectos de trapos putrefactos, recogidos en el fango de las calles de las afueras, en esos estercoleros de las ciudades, donde las criaturas se sepultan vivas para escapar del frío del invierno… tales hechos no son solamente injusticias para con los hombres: ¡son crímenes contra Dios!”

Crímenes contra Dios efectivamente, el problema es que en la práctica la defensa de ideas de esa naturaleza, ciertamente generosas y cristianas,  ha dado lugar a fenómenos totalitarios como el estalinista. El poder del pueblo degeneró en el de una minoría sin escrúpulos obsesionada con la uniformidad: los sentimientos del hombre, su “alma”, no podían oponerse a las matemáticas que establecían las leyes históricas. El individuo no contaba nada a la hora de la construcción científica de una nueva sociedad. Como le diría el estalinista Gletkin a Rubachov en Darkness at Noon: “Para nosotros la cuestión de la buena fe subjetiva carece de interés. Aquel que se equivoca debe pagar; el que tiene razón será absuelto. Era nuestra ley...”. Desde luego, la ternura o la piedad no entraban en juego.

Desgraciadamente,  no sólo han sido mayorías estalinistas o fascistas las que han destruido la libertad individual. Todas son capaces de hacerlo, pues se sienten en posesión de la verdad, incluso la bondad. ¿Por qué no van a ver Vida Oculta de Terrence Malick? Los nazis se consideraban hombres de orden, amantes de su patria. El objetor de conciencia es el traidor, el peligroso. ¿No les suena? Es muy posible que sí: es lo que ocurre actualmente en un mundo en el que oponerse al pensamiento dominante se ha convertido en peligroso. La policía política franquista te llevaba a la cárcel si te atrevías a ingresar en el PCE, pero al menos podías tener la compensación psicológica de sentirte un héroe admirado por tus amigos. Al salir, contarías con los vientos de la historia a tu favor.

Hoy día, en Europa Occidental nadie va a la cárcel por sus ideas. Es mucho peor, si disientes de la opinión dominante serás objeto de destierro intelectual, perderás la paz social. Vivimos en un mundo que rechaza la excelencia, odia a los que son capaces de sobresalir. En el siglo XIX y gran parte del XX, las personas destacadas en lo privado eran llamadas a la vida pública para aprovechar sus talentos. Hoy, por el contrario, nadie brillante querrá hacerse visible porque lo destrozarán. La transparencia, idea bien engañosa de origen calvinista, se ha convertido en el medio de destruir a las personalidades valiosas. Si no tienen nada que ocultar, lo tendrá su padre, la mujer, la amante o el tatarabuelo. Así, los que protagonizan nuestra vida pública son mediocres o niños.

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