La Revolución francesa supuso la creación de
un mundo en el que todavía estamos viviendo, y que consagró el gobierno de los
hombres sobre criterios de libertad y de mayoría, pues no había ningún
ciudadano que fuera más que otro. La democracia, el poder exclusivo del
pueblo, fue una aspiración sacralizada desde entonces. Si alguien plantea
alguna objeción, será arrojado inmediatamente a los infiernos. Pero como diría
el brillante Yuval Noah Harari tal idea no es más que una ficción, bien hermosa
desde luego, que carece de posibilidad de prueba. La historia ha demostrado que
un poder sin límites, por legitimado que estuviese el que lo ejerciese, es
siempre peligroso. Como decía Alexis de Tocqueville, “mientras la
mayoría está dudosa, se habla, pero desde que se ha pronunciado
irrevocablemente, todos se callan y amigos y enemigos parecen entonces uncirse
a su carro de común acuerdo. La razón es sencilla: no hay monarca tan absoluto
que pueda reunir en su mano todas las fuerzas de la sociedad y vencer las
resistencias como lo puede hacer una mayoría revestida del derecho a hacer las
leyes y ejecutarlas”
En la
misma Francia, los sucesos de la Convención en 1793, con su espectáculo de
sangre y maldad, demostraron que las dictaduras populares pueden
degenerar en puro y simple terror. El
miedo a disentir de los demás lleva a una obediencia ciega, que imposibilita la
crítica. Y el futuro nos depararía episodios como el alemán nacionalsocialista,
que pondrían trágicamente de relieve que el hecho de ostentar la mayoría de
votos no es garantía de bondad ni de justicia. El franquismo, por
ejemplo, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, llegó a contar con
el asentimiento del pueblo. ¿Nos dice algo eso desde un punto de vista ético?
En cualquier caso, el poder de la
mayoría, a lo largo de los siglos XIX y XX, ha determinado una relevante
política de transformación social inspirada en la necesaria superación de la
miseria y desigualdad de los hombres. Fue
protagonizada por movimientos ideológicos de indudable carácter marxista o
anarquista, también por sociedades cristianas, incluso meramente por
personalidades bondadosas ¿Quién podía oponerse al gran Víctor Hugo
cuando ante la Asamblea Legislativa el 9 de julio de 1849 describía la situación
de la clase trabajadora?:"En París, en los arrabales de París, donde el
viento de la revuelta soplaba con tanta fuerza no hace mucho, hay calles,
casas, cloacas, donde familias enteras viven amontonadas, hombres, mujeres,
muchachas, niños, sin más lecho sin más mantas, incluso diría, sin más
vestimenta que jirones infectos de trapos putrefactos, recogidos en el fango de
las calles de las afueras, en esos estercoleros de las ciudades, donde las
criaturas se sepultan vivas para escapar del frío del invierno… tales
hechos no son solamente injusticias para con los hombres: ¡son crímenes contra
Dios!”
Crímenes contra
Dios efectivamente, el problema es que en la práctica la defensa de ideas de
esa naturaleza, ciertamente generosas y cristianas, ha dado lugar a
fenómenos totalitarios como el estalinista. El poder del pueblo degeneró en el
de una minoría sin escrúpulos obsesionada con la uniformidad: los sentimientos
del hombre, su “alma”, no podían oponerse a las matemáticas que establecían las
leyes históricas. El individuo no contaba nada a la hora de la construcción
científica de una nueva sociedad. Como le diría el estalinista Gletkin a
Rubachov en Darkness at Noon: “Para nosotros la cuestión de la buena fe
subjetiva carece de interés. Aquel que se equivoca debe pagar; el que tiene
razón será absuelto. Era nuestra ley...”. Desde luego, la ternura o la piedad
no entraban en juego.
Desgraciadamente,
no sólo han sido mayorías estalinistas o fascistas las que han destruido la
libertad individual. Todas son capaces de hacerlo, pues se sienten en posesión
de la verdad, incluso la bondad. ¿Por qué no van a ver Vida Oculta de Terrence
Malick? Los nazis se consideraban hombres de orden, amantes de su patria. El
objetor de conciencia es el traidor, el peligroso. ¿No les suena? Es muy
posible que sí: es lo que ocurre actualmente en un mundo en el que oponerse al
pensamiento dominante se ha convertido en peligroso. La policía política
franquista te llevaba a la cárcel si te atrevías a ingresar en el PCE, pero al
menos podías tener la compensación psicológica de sentirte un héroe admirado
por tus amigos. Al salir, contarías con los vientos de la historia a tu favor.
Hoy día, en
Europa Occidental nadie va a la cárcel por sus ideas. Es mucho peor, si disientes
de la opinión dominante serás objeto de destierro intelectual, perderás la paz
social. Vivimos en un mundo que rechaza la excelencia, odia a los que son
capaces de sobresalir. En el siglo XIX y gran parte del XX, las personas
destacadas en lo privado eran llamadas a la vida pública para aprovechar sus
talentos. Hoy, por el contrario, nadie brillante querrá hacerse visible porque
lo destrozarán. La transparencia, idea bien engañosa de origen calvinista, se
ha convertido en el medio de destruir a las personalidades valiosas. Si no
tienen nada que ocultar, lo tendrá su padre, la mujer, la amante o el
tatarabuelo. Así, los que protagonizan nuestra vida pública son mediocres o niños.
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