martes, 13 de octubre de 2015

Los padres de Asunta



          El miedo a ser destruido por hordas bárbaras es tan viejo como la humanidad. No es irreal, las grandes civilizaciones han ido desapareciendo para no volver. Quedan sus “pirámides”, sí, pero, ¿cuál fue su auténtica razón de ser? El proceso de nacimiento, desarrollo y muerte nos es consustancial: afecta a los hombres, las familias, las generaciones y las culturas. El permanente cambio es una ley de la naturaleza. Nada podemos hacer individualmente para impedirlo, a veces ni siquiera somos conscientes de que se produce. Si observamos los procesos históricos, lo único que puede constatarse es que las sociedades que han llegado a la cima pierden vitalidad y son sustituidas, a veces en forma violenta, en ocasiones paulatina, por otras más rudas e incultas, pero con la fuerza que proporciona la seguridad en sí mismas. Se ha comparado el devenir de las civilizaciones con el vuelo de una bandada de pájaros. No sirve de nada la observación de un solo ejemplar. Es el conjunto el que se mueve con un sentido que no somos capaces de descifrar, e indefectiblemente se extingue.

La decadencia de la civilización occidental es objeto de preocupante reflexión al menos desde Spengler. Da la impresión de que la conciencia de derrota nos impulsa a esperar resignadamente el final, no sabemos el momento exacto en que los bárbaros llegarán pero estamos convencidos de que lo harán. Hay quienes creen que ya están aquí, en un fascinante trabajo de Alessandro Baricco, Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación, se afirma que se han apoderado ya de nuestra civilización. No se trata de los viejos y achacosos germanos, tampoco de los integristas musulmanes del presente cuyo desprecio hacia la inmoralidad y “afeminamiento de Occidente” les impulsa a reducirnos a cenizas, y vuelven a encontrase al otro lado de la frontera. No, los bárbaros son ahora nuestras propias masas, que decididas a ocupar todos los instrumentos de poder, aún los más prestigiosos, los vulgarizan y les hacen  perder su esencia. Poco a poco se van apoderando de las instituciones clave del aparato estatal. Ya lo han hecho con la Justicia, desde el momento en que sus decisiones dejan de estar en manos de los técnicos para confiarse al más “democrático” veredicto del pueblo. 

          Los padres de Asunta, por ejemplo, ¿han tenido hasta ahora un proceso con garantías? En mi opinión, no. Sean o no culpables, han sido arrojados a la morbosa curiosidad de una opinión pública sedienta de escándalo, y que no está interesada en la verdad ni siquiera la procesal. Por desgracia, la justicia penal ha dejado de ser el espacio reservado a la conciencia moral y a la bondad y técnica de los jueces clásicos, para entregarse a la demagogia de crueles, muchas veces también enfermos, inquisidores. En estas condiciones, cualquiera de nosotros puede convertirse en culpable, basta que a las masas, o a quienes las dirijan, pueda interesarles. El verdadero proceso, además, ya no se desarrolla en estrados sino en “mentideros” irresponsables. Los “hermanos” de la Inquisición eran capaces antes de llevarte a la hoguera, ahora te torturan anímicamente, han conseguido todos sus objetivos.

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