martes, 2 de noviembre de 2010

Las desventuras de Nepomuceno

A comienzos del siglo XXI, La Nueva Iberia, diminuto estado de origen hispano, nombró embajador en nuestro país, para lo que expidió credenciales a favor de uno de sus más dignos y competentes funcionarios, el Honorable Nepomuceno Cienfuegos: hombre chapado a la antigua, facundia barroca y acreditada buena fe, algo cursi también para qué negarlo… Lleno de entusiasmo, invitó a un banquete a las más insignes personalidades de la “Madre Patria”. A la hora del discurso, bien pomposo por cierto, se vio sorprendido cuando, al citar las palabras de Bernal Díaz del Castillo sobre la gloria de los españoles, observó cómo abandonaban el salón más de la mitad de los concurrentes, creyó oír incluso voces airadas que le llamaban “carca imperialista”, lo que le dejó muy corrido amén de estupefacto.

Algo había salido mal pensó tristemente Nepomuceno, debía tratarse de un problema de interpretación. Para arreglarlo, como buen caballero, envió ramos de flores a las distinguidas esposas de los asistentes, con delicadas notas relativas a la tradicional elegancia de la mujer española... ¡La que se armó!, aunque nadie devolvió los ramos, fue tildado urbi et orbi de personaje repulsivo y descarado machista. Para mayor vergüenza, se le amenazó, por conducto oficial, con la ruptura de las relaciones diplomáticas. ¡Qué dirían en su país de tamaño fracaso! Como no entendía nada, con enorme voluntad, y auxilio de ron cubano, reflexionó que sería mejor andarse con pies de plomo, no hacer declaraciones, y limitarse durante un tiempo a estudiar tan peculiar idiosincrasia.

No le dieron margen ninguno. A los pocos días, se vio denunciado en la prensa por poseer una hacienda, con origen en los tiempos de la colonia, probablemente adquirida con malas artes y abuso de la población indígena. Además, sacaron a relucir distintos cotilleos de alcoba que le relacionaban con una criolla, al parecer de belleza deslumbrante, con la que habría tenido una aventura desde luego poco santa. La verdad es que nada de esto había sido comprobado, pero, cuando protestó, le contestaron que un personaje de su calaña no podía entender lo que era la libertad de expresión. El pobre sufrió un telele nervioso, y al verse abandonado por su respetable esposa, dimitió de su encargo.

Vuelto al terruño, solo y amargado, se empeñó en comprender lo ocurrido, para lo que repasó una y otra vez nuestra historia desde los tiempos clásicos. Sólo pudo extraer una conclusión: Michelet tenía razón; España seguía siendo la tierra de las hogueras, la intolerancia y, sobre todo, la crueldad. Antes se quemaban herejes, ahora, no sólo a los enemigos políticos y personales, también a los que no se adaptan a los delirantes designios del Gran Hermano.

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